domingo, 11 de agosto de 2013

Saber lo que se hace.

La tecnología es algo impresionante, y no me refiero a las variaciones sobre el mismo tema que aparecen cada pocos meses y que hacen parecer obsoletas cosas recién compradas. Me refiero al hecho en sí mismo y en como nos ha cambiado la vida, casi sin darnos cuenta.

En estos momentos conviven tres generaciones en lo que respecta a las tecnologías. Por un lado están las personas, generalmente mayores aunque no siempre y con excepciones, como en todo, que se sienten sobrepasadas y a las que les cuesta manejar el mando de su nueva televisión. Hay que reconocer que esos mandos son muy e innecesariamente complejos, y que no tiene por qué ser así. Todavía tengo una televisión "de las viejas" pero con un mando de doble cara: por una, lo necesario para casi cualquier ocasión, y por la otra, todos los controles posibles... que no llegan ni a la mitad de los de los aparatos más modernos.

En el otro extremo están los más jóvenes, que han nacido en medio de un océano de dispositivos de todo tipo y que manejan con soltura. Siempre a la última, dependen de sus chismes para algo tan sencillo como hablar y relacionarse, hasta el punto de considerarlos un derecho fundamental e inalienable. No los entienden, en realidad, ni conocen sus implicaciones ni sus inmensas posibilidades: son sustitutos y cubren unas carencias de las que no son conscientes.

Y en el medio está mi generación. Nacimos con la radio (de válvulas), los lápices, las plumas con tintero, los tiralíneas (y algunos afortunados, con los estilógrafos), las fichas como medio de almacenar la información, la regla de cálculo para los especialistas... y aprendimos cómo hacer las cosas, con esfuerzo y con tiempo, que es la única manera de aprender. Poco a poco al principio, pero cada vez más deprisa, aparecieron nuevos artilugios: la televisión, los transistores que permitieron tener una radio portátil, las cintas de cassette, la televisión en color, las calculadoras, los relojes digitales, los nuevos sistemas de almacenamiento y recuperación de información y de música, el GPS y los ordenadores, que lo han cambiado todo.

Mi generación asistió y asiste a estos cambios con alegría: simplifican la vida, ofrecen más tiempo libre y hacen posibles cosas antes impensables para un individuo aislado. Quizá porque hemos vivido y trabajado sin ellos sabemos apreciarlos en lo que valen, y sabemos separar el grano de la paja, lo realmente novedoso de las tonterías. Somos conscientes de lo que hacemos en cada momento y de cómo era antes, y no dejamos de maravillarnos de lo que tenemos entre manos. Y nos llama poderosamente la atención que la nueva generación disponga de aparatos de una capacidad y una
potencia impresionantes y que no sepan, no ya valorarlos, sino simplemente sacarles todo el partido posible.

Cuando uno sabe lo que hace, las ayudas son muy apreciadas, pero si no las hay o si se estropean se puede seguir adelante con un poco o un mucho más de esfuerzo. Sin embargo, cuando nunca se entendió el proceso porque una máquina se encargaba de todo se cometen errores o directamente se queda uno bloqueado y sin saber por dónde seguir. Una multiplicación por 0,3 o por 0,03 supone una diferencia de 10 veces en el resultado: esto saltaría a la vista si en vez de por 3 fuera por 30, pero los decimales lo esconden todo, y si no se tiene costumbre de anticipar el resultado y se cree uno a pies juntillas el resultado de la calculadora, las consecuencias pueden ser mortales.

Acostumbrarse, o mejor, acomodarse, a las "ayudas" tecnológicas sin cuestionarlas y sin intentar ver un poco más allá de ellas nos hace caer en una dependencia muy peligrosa: cuando tal ayuda falta, nos perdemos. Pensemos, sin ir más lejos, en los automatismos de los coches modernos, en la dependencia del GPS para orientarnos (sin conocer sus limitaciones), ¡en la posibilidad de quedarnos sin teléfono móvil aunque solo sea por unas horas!

Por eso considero muy interesante plantearse ante cualquiera de estas situaciones un escenario en el que tuviéramos que desenvolvernos con lo mínimo e incluso con menos. ¿Sobreviviríamos sin tantos apoyos? Es un buen ejercicio... que puede sernos de gran ayuda si llega la ocasión.


sábado, 6 de julio de 2013

Un viaje a Milán (y VII)

Bueno, toca recoger y volver a Madrid. Hemos decidido coger un vuelo por la tarde para disponer del día y comer en Milán; llegaremos a buena hora y mañana nos dedicaremos a la familia.

La salida del hotel, sin problemas. Tienen muy bien organizado todo y la consigna es estupenda; incluso nos dejan ya pedido el taxi al aeropuerto para la tarde para evitar sorpresas. Paseamos por las calles comerciales, abarrotadas de gente por las rebajas que empiezan hoy; compramos recuerdos y localizamos una chocolatería clásica: Venchi, al lado del hotel Park Hyatt, donde compramos bombones para la familia: no hay sitio para más cosas en las maletas (luego resulta que tienen tienda en el aeropuerto: nos pudimos haber evitado cargar con el peso toda la mañana). Elegimos para comer un restaurante al que no vamos a volver y del que ni siquiera me he quedado con el nombre: es el primero a la derecha nada más entrar en la Gallería. Comida normalita tirando a mediocre, precios altos y trato manifiestamente mejorable.

De vuelta al hotel, sigue la buena atención: consigna estupenda, habitación para rehacer el equipaje con las últimas compras, báscula para comprobar el peso y taxi en la puerta; más que taxi, coche de lujo: un Mercedes último modelo, conductor de traje y corbata, viaje suave y rápido y trato excelente. Y el mismo precio que un taxi "normal": así da gusto ( me recordó a los taxis de Amsterdam).

El aeropuerto de Malpensa, que apenas entrevimos a la llegada, es más cercano y asequible que la T4 de Barajas. Para empezar, nos atendió una persona, una amable señorita que hizo todo en menos de 3 minutos, sin colas ni molestias. El aeropuerto es grande, pero las dimensiones y las distancias son plenamente asumibles. Tomamos el postre en una cafetería y embarcamos puntualmente y sin agobios.

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Y esto ha dado de sí este viaje. Lo necesitábamos mucho para descansar (aunque no hemos parado) y tomar un poco de perspectiva: conocer otras tierras, otras gentes, es la mejor manera de hacerlo, y más en una ciudad tan cosmopolita.

Con todas las reservas de una experiencia tan corta, tengo la sensación de que esta gente es educada, muy trabajadora y muy abierta y tolerante. Su carácter es distinto al de los romanos, un poco más serio sin dejar de ser amable. No se ve apenas miseria por las calles, aunque hay carteles de ONGs que advierten de los riesgos de la pobreza, sobre todo la infantil, y no hemos apreciado problemas de seguridad, aunque hay mucha presencia policial, tranquila, eso sí, y del Ejército controlando los sitios clave, como el Duomo.

Ha sido una experiencia muy bonita y que nos deja con muchas ganas de volver: nos hemos sentido como en casa nada más llegar.

Y se acabó, que el comandante dice que estamos llegando y que apaguemos los chismes electrónicos. En cuanto llegue a casa y tenga red publico las entradas que faltan.

 

Un viaje a Milán (VI)

Una vez terminadas las excursiones vamos a visitar la parte suroeste de la ciudad, menos turística que el resto pero con sitios a priori interesantes. El Metro nos lleva de maravilla y damos pequeños paseos para ir de un sitio a otro.

La iglesia de Santo Ambroggio está dedicada al patrono de Milán. Es una iglesia muy antigua cuyo fundada sobre restos romanos y modifica da a lo largo de los siglos. Tiene un enorme atrio que en su día y hasta que hubo murallas sirvió de refugio a las gentes del lugar. La iglesia en sí tiene tres naves, una central y dos paralelas; es alta y no muy luminosa. Tiene un altar chapado de oro y plata y un muy antiguo baldaquino sobre él; en la cripta se pueden ver los restos del santo.

Tras un corto paseo por la vía Edmundo De Amici llegamos a la basílica de San Lorenzo, edificada sobre los restos de un templo romano y en cuyo exterior se ha dispuesto una columnata romana. La iglesia en sí es de planta circular, muy alta y tranquila e invita a la meditación. En la capilla de San Aquilino se guardan restos, puertas y frescos romanos, así como los cimientos originales y los inevitables restos del santo.

Un corto paseo más y llegamos al barrio del Navigli. Para convertir Milán en un centro de comercio se construyó un red de canales navegables (Leonardo Da Vinci tuvo que ver en su diseño) por la que circularon durante siglos barcazas cargas de materias primas y de productos elaborados; el auge del tren los condenó al olvido y muchos de ellos se cerraron y rellenaron. Quedan, no obstante, unos cuantos canales navegables y en torno a ellos y tras un gran esfuerzo de limpieza y modernización ha crecido un barrio bohemio y una zona de bares y restaurantes que animan las noches de la ciudad. Casi por casualidad damos con un restaurante formidable: el Brellin, situado junto a un pequeño canal y al lado de un antiguo lavadero público. Tiene un jardín precioso, rodeado de vegetación, al lado del agua y con una rumorosa fuente. La comida, deliciosa: ensalada de polo con crudités, una impagable milanesa, pez espada con espárragos verdes y gazpacho, fresas y un exquisito carpaccio de piña con pimienta roja en grano.

Como había tiempo, cogimos el metro y subimos a la zona noreste, a la pinacoteca de Brera. Es un gran, enorme museo de pintura, muy bien ubicado y desarrollado, pero que llega a resultar abrumador, sobre todo si el arte no es lo tuyo. Cenita tranquila en la Gallería y paseo hasta San Babila a coger el Metro: todas las tiendas están abiertas y trabajando porque mañana ¡empiezan las rebajas! Y al parecer son todo un acontecimiento.

 

Un viaje a Milán (V)

En el segundo día de excursiones toca visitar el lago de Como. Es un gran lago, no el más grande, situado a los pies de los Alpes, con forma de "Y" invertida. Vamos a llegar a Como en tren y luego iremos en barco hasta Bellaggio, lo que supone ir del extremo de una de las ramas hasta el centro, y volveremos en autobús. Hay quien recomienda alquilar un coche en Como e ir por carretera, pero esto plantea dos problemas: las carreteras son muy estrechas y sinuosas y requieren toda la atención del conductor, y por otro lado, buena parte del camino discurre entre casas o muros.

El tren está bien: es cómodo, pero para en todas las estaciones, por lo que se tarda una hora en recorrer un trayecto de apenas 25 minutos. Esta vez no hay dudas: para subir al tren hay que pasar por un control electrónico que valida el billete. La estación de Como Lago está muy cerca del muelle, así que el transbordo es rápido y bien coordinado. El lago es inmenso y hasta Bellaggio se tardan dos horas, ya que va parando en casi todos los pueblos. Estos pueblos son pequeños y están pegados unos a otros, sobre laderas muy escarpadas, pero cada uno tiene su hotel, su iglesia con campanario, sus edificios representativos y sus accesos al lago, algunos incluso con playitas; hay un servicio de taxis de agua, algunos muy modernos y otros de diseño retro, de madera brillante y aspecto deportivo.

Llegamos a Bellaggio a la hora de comer, así que elegimos un restaurante al pie del agua, con una vista increíble del lago, las montañas aledañas, el trajín de los barcos y aves de todo tipo que venían a comer con nosotros: patos, córvidos, gaviotas, palomas, descarados gorriones... Luego, a visitar el pueblo: tiene un par calles estrechas que suben a la parte alta; en todas ellas hay comercios de todo tipo donde se pueden comprar desde ropa a figuras de cristal, sin olvidar tiendas de moda a lo largo de todo el paseo del lago. No es Bérgamo, pero tiene su encanto propio, además del entorno. Nunca había estado en un sitio como éste, tan bonito al pie de las montañas.

La vuelta, en autobús: apenas tarda una hora, y sigo sin entender como podía pasar por según que sitios donde parecía imposible que cupieran dos vehículos. Tanto las edificaciones como los habitantes están acostumbrados a vivir en unas laderas empinadísimas y a manejarse en espacios realmente estrechos.

Cenamos de nuevo en la vía Mercanti, pero esta vez los mosquitos nos echaron materialmente antes del postre, así que tomamos un helado en la plaza del Duomo y pudimos contemplar las vidrieras de la catedral iluminadas desde dentro. Hay una gran cantidad de gente y un enorme bullicio, que no parece justificado sdolo por ser jueves. Gran ciudad ésta.

 

viernes, 5 de julio de 2013

Un viaje a Milán (IV)

Hoy toca viajar a Bérgamo, recomendadísimo en todas las guías. Además, el tren sale de la Estación Central, que se encuentra a un paseo del hotel, así que más fácil, imposible... o eso parecía.

Para sacar los billetes hay dos alternativas: una cola inmensa, con número pero lentísima, o las máquinas expendedoras, de manejo nada sencillo y que, por ejemplo, no aceptan tarjetas una vez casi completado todo el proceso. A pagar en efectivo, pues, y al tren, que ya está en la vía. Un buen viaje y al llegar hay que coger un autobús que sube hasta la ciudad vieja, la que interesa conocer. Como en todo este viaje,los billetes se compran no en el autobús, sino en los bares o estancos: carrerita hasta el más cercano. Eso sí, a mitad de la subida vemos el funicular, así que nos bajamos y lo cogemos con el mismo billete, y nos deja en el mismo recinto amurallado.

La ciudad tiene un gran encanto. Es una ciudad muy antigua y sobre todo de factura medieval, situada en un punto estratégico y rodeada por una impresionante muralla. Cualquiera de sus calles te lleva muchos siglos atrás, pero la Piazza Vecchia es algo espectacular: en un espacio muy reducido aparecen casas, el Ayuntamiento, dos palacios, una capilla, una catedral, un oratorio y una basílica, cada una de un estilo y a cual más llamativa. Visitas obligadas: Duomo, Santa María la Maggiore, Palacio, La Roca... y calles, muchas calles empedradas e increíbles. Hay mucha actividad comercial y cultural, y hasta un importante teatro.

Sitios para comer hay muchos, pero nos dimos el gusto de hacerlo en la misma Plazza Vecchia, en La Taberna del Colleoni d'Angelo: un lujo de sitio y una comida increíble.

A la vuelta, pequeño problema en el tren. Resulta que no basta con sacar el billete, sino que hay que validarlo antes de subir al tren. Ciertamente lo pone en el billete, chiquitito para que no se vea, y la validación consiste en meterlo en una máquina que le imprime la fecha y la hora. Nada más que eso: no registra cuanta gente sube al tren ni sirve para nada más. El revisor nos impuso una multa de 5€; extraña que el revisor de la ida no pusiera ninguna pega, pero así son las cosas.

Cenamos en la Gallería, en un pequeño restaurante llamado La Locanda del Gatto Rosso: una carta variada, de muy buena calidad y un servicio esmerado. El punto negro lo puso una familia con dos hijos: unos de unos 5 años y otro de unos 11. El pequeño era un trasto descontrolado y el mayor, simplemente un cerdo: comía con las manos, se pringaba la ropa, dejaba los trozos que no le gustaban encima del mantel y cogía con los dedos la comida del plato de su hermano. Y los padres, a lo suyo y como si no fuera con ellos; el padre bebía a morro de la botella y la madre tonteaba con el móvil. El camarero, un señor donde los haya, se esforzaba en poner un poco de orden de manera exquisita y se le oía exclamar "¡Santa Madonna!". Eso sí: dinero y ostentación, todos.

A pesar de todo, un día fantástico y un viaje muy recomendable.

Un viaje a Milán (III)

Una vez más, los tapones para los oídos han sido unos buenos aliados del sueño. La calle es algo ruidosa, no tanto como era de esperar, y las ventanas son buenas, cosa no habitual. Pero el Metro se nota y mucho, incluso con vibración; afortunadamente, descansa de medianoche hasta las seis.

Hoy toca visitar el castillo Sforza y el parque Sempione adosado a él. El Metro nos lleva de puerta a puerta, así que podemos dedicarle todo nuestro tiempo. De entrada impresionan sus proporciones y su buen estado de conservación, explicado en parte por las muchas reconstrucciones que ha sufrido tras accidentes, explosiones y bombardeos. Tiene una gran exposición museística muy variada: pinacoteca, arte en general, historia militar, instrumentos musicales... todo ello estructurado de una forma amena y que facilita el recorrido, recorrido que se complementa con los caminos y pasadizos del propio castillo. Las diferentes horas del día ofrecen unos cambios de luz muy interesantes de cara a las fotografías: vale la pena volver a pasar por las zonas que más nos hayan gustado para calibrar las diferencias.

Justo detrás del castillo está el parque Sempione, muy grande (47 Ha) y agradable de recorrer hasta su otro extremo, donde está el Arco de la Paz, construido a semejanza del arco de triunfo de Trajano y desde donde se origina el Corso Sempione, un intento de rememorar los Campos Elíseos.

Como quedaban cosas por hacer decidimos comer en un bar cerca de la estación de Cadorna, correcto y lleno de ejecutivos locales y de paso. Aprovechamos para sacar los billetes de pasado mañaña a Como y nos dejamos caer por el Museo Arqueológico, que es donde más restos romanos podemos encontrar. Y ya que está en el Corso Magenta, calle de tiendas y casa nobles, pues a disfrutar el paseo y luego a culturizarnos.

El museo está muy bien diseñado; situado sobre ruinas y al lado de lo que fue una de las torres de la muralla romana, abarca hasta la Alta Edad Media. Eso sí, cazamos un error de bulto en varios mapas: el Ebro está sin nombre y el Ródano está marcado como Ebro.

Como sobraba tiempo volvimos al parque Sempione y subimos (en ascensor, faltaría más) los 108 metros de la Torre Branca, antigua torre de comunicaciones y que ofrece una panorámica completa de todo Milán.

Rematamos cenando de nuevo en la Galería; tendremos que ir probando la mayoría der los restaurantes, ya que el entorno, la atención y la carta los hacen muy recomendables.

jueves, 4 de julio de 2013

Un viaje a Milán (II)

Tras una buena noche y un estupendo desayuno buffet en la terraza del hotel nos disponemos a atacar la catedral del Duomo.

Impresiona su interior, robusto (52 pilares nada menos, uno por cada semana del año) pero nada pesado, muy luminoso y muy, muy grande: es la tercera catedral del mundo en tamaño, por detrás solo de San Pedro del Vaticano y de la catedral de Sevilla. Si quieres hacer fotos tienes que pagar por un brazalete azul que te autoriza a ello, siempre sin flash ni trípode, por supuesto.

Pero lo más espectacular es la visita al tejado, acondicionado para ello y para espectáculos audiovisuales. Es una verdadera jungla de agujas y figuras de piedra, cientos, miles en realidad, y habría que subir varias veces para apreciarlo en todo su valor... en ascensor, claro, que estamos de vacaciones. Gracias al muy buen día que disfrutamos teníamos una panorámica de todo Milán impagable.

La comida, en la galería Vittorio Emmanuelle II, donde hay varios sitios, no baratos pero tampoco prohibitivos, con muy buena atención y platos muy conseguidos. En cualquier caso, tampoco estábamos para buscar mucho, que aún se nota el cansancio. Y ya que nos pilla al lado, una obligada visita al teatro de La Scala, donde recorrimos el museo y pudimos acceder a los palcos, y hasta vimos una obra... en realidad había un montón de obreros, técnicos, grúas y camionetas montando una gran escenografía. Pero es una obra, ¿o no?

Y aunque pillaba algo lejos nos acercamos a la Ca' Grande, enorme edificio que ha albergado desde hospicios hasta hospitales de pobres y que hoy es la sede de la Universidad. Vamos, que a lo tonto hemos andado mucho más de lo inicialmente previsto para el día. Rematamos cenando de picoteo en la vía Mercatori: nosotros cenamos y los mosquitos nos picaron a base de bien. Curiosamente no hemos encontrado mosquitos más que aquí: esperemos que no sea el preludio.

 

martes, 2 de julio de 2013

Un viaje a Milán (I)

Bueno, henos aquí de nuevo, prestos a comenzar otro viaje. Nada de grandes aventuras ni de circuitos largos y complicados: esta vez toca Milán y alrededores, en plan tranquilo, que llegamos a estas fechas con mucho cansancio y mucha sobrecarga por un cúmulo de circunstancias familiares, laborales, sociales... y es cuestión de intentar desconectar y de tomárselo con calma.

Empezamos por el avión, de Iberia y en la T4. Me encanta volar pero detesto viajar en avión: prefiero el tren o, mejor aún, el coche, así que me lo tomo con resignación. Esta vez salimos a las 12, sin necesidad de madrugones pretendidamente para ganar un día: con lo cansado que llegas, lo acabas perdiendo. Ya en Barajas, el primer contratiempo: inmensas colas para los mostradores de facturación anunciados en los paneles, así que resignación... y mucha paciencia, porque al llegar casi a la meta apareció un individuo malencarado que nos ladró que esa cola era para los que ya tenían la pegatina de la maleta y la tarjeta de embarque.

- Y eso, ¿cómo hay que hacerlo?

- Pues en las máquinas rojas, claro.

- Entonces, ¿tengo que abandonar la cola, esperar en la máquina roja y hacer otra cola para facturar?

- Claro.

- ¿Y por qué no lo explican antes?

- ...

Lo peor fue que la señora que me antecedía, francesa ella, no se enteraba de nada, y no hacía más que intentar hacerse entender por el individuo en cuestión, que pasaba de ella olímpicamente. Tuve que traducirle la situación y orientarla.

La verdad es que una vez puestos en el camino correcto, el sistema está muy bien, pero podrían explicarlo. Las otras tres personas con las que hablé, encantadoras, me confirmaron que estaban teniendo muchos problemas por este motivo y que ya lo habían comunicado sin éxito alguno.

Una vez en Milán, muy bien todo. Cogimos un taxi desde el aeropuerto de Malpensa, que no estábamos para arrastrar maletas por el tren y por la calle, llegamos al hotel, salimos a meriendocomer y nos bajamos a la plaza del pueblo, o sea, al Duomo, a empezar a conocer el sitio y hacernos con los transportes. La primera impresión ha sido muy favorable: una ciudad cosmopolita, activa sin agobiar, acogedora, luminosa y aparentemente asequible. Dado que comimos tarde (y bien), decidimos tomar un simple helado para cenar y no demorar el descanso, que arrastramos mucho de antes del viaje.


A la vista de lo leído en las guías (esta vez solo son tres), hay muchísimo que ver y que hacer, lo que unido a nuestra parsimonia y a nuestras ganas de profundizar en los detalles augura que tendremos que volver. En fin, mañana será otro día.

martes, 7 de mayo de 2013

Un viaje a Valladolid ( y VI)

El último día completo amanece radiante, y las calles están llenitas de gente. ¿Dónde estaban todos cuando hacía frío? Porque están en la calle a todas horas, aunque sea día laborable, y abarrotan las terrazas a poco sol que salga

Decidimos empezar por el parque del Campo Grande, bien provistos de galletas para los pájaros, los pavos, los patos, las ardillas... Es estupendo ver cómo se acercan a pedir comida con total confianza: esto dice mucho de la educación de la gente. Y me sigue sorprendiendo el parque en sí mismo, con su frondosidad y su silencio, pavos aparte, en mitad de la ciudad.

Visitamos la casa museo de Cervantes y el museo del Monasterio de Santa Ana, ambos pequeños y ambos, como es la tónica aquí, muy bien estructurados y llevados. Además, conseguimos ver por dentro las iglesias de San Benito y de María la Antigua. Estas iglesias solo pueden visitarse poca antes y poco después de cada misa: de hecho, van apagando las luces y dirigiendo al público a la salida unos diez minutos después.

La comida, con reserva, en La parrilla de San Lorenzo. Además de comer bien, la sensación que transmite es de calidad, de compromiso de todos y cada uno de las personas con el fin último: que pases un rato inolvidable. Tulipa de boletus con foie, lechazo asado, solomillo de ternera, tarat de las monjas (extraordinaria) y flan casero

Tuvimos la ocasión de ver la salida procesional de la Vera Cruz, sobria como ella sola y con enorme afluencia de un público silencioso y respetuoso. Luego repetimos cena de tapas en Los Zagales, y eso no solemos hacerlo, pero es que el sitio y la comida lo merecen.

Y la última mañana la dedicamos a las compras: quesos, dulces, y algún recuerdo; a callejear y a comer en El Caballo de Troya, otro sitio muy recomendable, con un comedor y una cocina estupendos, aunque la gente tira más por su taberna: quedará para la próxima vez. Cayeron entrecôt de ternera, carrilladas de buey, alcachofas con jamón ibérico, flan y leche frita.

Porque habrá próxima vez. Valladolid tiene muchos encantos, unos conocidos y otros algo más ocultos, y es una de esas ciudades donde vale la pena estar por el mero hecho de estar, caminado o sentado en una terraza, de compras o visitando exposiciones. Y sus gentes son muy formales, muy cordiales con apenas un punto de reserva, educadas y cultas y muy respetuosas con los demás y con su entorno. Y además está cerca y bien comunicado por carretera y por AVE: ¿qué más se puede pedir?

viernes, 3 de mayo de 2013

Un viaje a Valladolid (V)

Hoy tocaba salir de Valladolid. Destino: el Museo de las Villas Romanas en Almenara - Puras, a unos 45 km por la N-601. Me encanta el mundo romano, pero tampoco es cuestión de darse y dar la paliza recorriendo ruinas y yacimientos. Encontré esta referencia al bajar una aplicación de turismo vallisoletano y parecía una buena opción. Y lo fue, sin duda.

Sobre los restos de una villa romana, complejo de vivienda y explotación agropecuaria que junto con los campamentos militares fue el germen de muchas ciudades actuales, han levantado un complejo que incluye un museo, un a modo de enorme hangar que cubre todo el yacimiento, perfectamente restaurado y con una pasarela elevada que lo recorre, la reproducción de la vivienda y una zona de juegos infantiles ambientada en la época; como añadido inesperado tocaba una representación de un pequeño "sainete romano"interpretado por actores aficionados de la vecina Olmedo. La visita es amena, agradable, entretenida y muy instructiva; sales con una idea muy clara de la vida de la época.

Como se hizo un poco tarde decidimos quedarnos a comer en Olmedo; tuvimos que esperar en Los Caballeros, pero valió la pena: parrillada de verduras, las mejores chuletitas de lechazo hasta el momento, postre de yogur y un increíble helado de manzana. Muy buen ambiente y muy buena cocina.

Y ya que estábamos aquí, qué menos que visitar el Palacio del Caballero de Olmedo: otra enorme sorpresa. Sobre el papel de las guías es la historia del relato de Lope ambientado en un recorrido por el Siglo de Oro; en realidad es un paseo por una serie de salas con unos medios audiovisuales, una narrativa y unas escenificaciones espectaculares y dignas de cualquier circuito turístico. Pregunté al salir cuanto tiempo llevaban abiertos: ocho años, me respondieron, y ante mi extrañeza de que tanto el Museo de las Villas Romanas como el Palacio del Caballero fueran tan poco conocidos me explicaron que, al ser iniciativas básicamente locales, la Junta no se esforzaba mucho, y que toda la promoción se hacía con sus escasos medios y con el boca a boca.

Y lo mismo reza para el fantástico Parque Temático del Mudéjar, también en Olmedo. Dicho así puede sonar aburrido, pero nada más lejos de la realidad. Es un parque en el que hay reproducciones a escala 1:8 de muchos monumentos mudéjares, incluídos castillos en los que se puede entrar o, en mi caso, intentarlo. Es la obra de un artesano que reproduce ladrillito a ladrillito (que hace él mismo) todos los monumentos, y que se ubican en parque lleno de cursos de agua, arbolado y zonas de recreo y descanso que hacen la visita muy agradable.

En verdad llama la atención un detalle: no he encontrado en Valladolid una guía diferente a las dos que compré en Madrid, y esto es extraño, ya que lo habitual es encontrar en tu destino guías y libros de difusión local que complementan los que traes de fuera. Las obras que hay son estudios históricos y fotográficos de la zona, orientada más a residentes y a estudiosos que a visitantes.

Terminamos el día cenando de tapas: siguendo un sabio consejo fuimos a Los Zagales, justamente afamado establecimiento con muchos premios por sus originales tapas, y de tapas cenamos: bolsa de pan (bocadillito de calamares en una bolsita comestible), Obama en la Casa Blanca (huevo, cebolla tintada de negro, boletus y pan en un recipiente blanco semiesférico), Tigretostón (versión de pan negro del popular bollito), tierra, mar y aire (pincho de calamar, crema de pimiento y nube de CO2)...

jueves, 2 de mayo de 2013

Un viaje a Valladolid (IV)

Amanece un día fresco pero con sol a ratos y que invita a salir, así que empezamos con un corto paseo hasta el Museo Oriental, sito en el Real Colegio de los PP. Agustinos, con una larga tradición evangelizadora en Asia.

El museo es impresionante, tanto por cantidad como por la calidad de las presentaciones: harían falta varios días para poder apreciarlo en toda su extensión como es debido. Destacan las salas dedicadas a China, sin que las de Filipinas y Japón se queden atrás. No ha sido fácil decidirse: tras una visita fallida en la que ni siquiera contestaron al timbre fue necesaria una llamada telefónica para confirmar el horario y la disponibilidad.

A la salida aprovechamos el buen día para recorrer el Campo Grande: multitud de estanques y de aves por todas partes, sobre todo pavos reales que no paraban de exhibirse ni de chillar, amén de tres enormes pajareras, y todo ello en un entorno boscoso difícilmente asimilable al interior de una ciudad. Acompañamos un rato a la manifestación del primero de mayo de camino a la Casa Museo de Cervantes... cerrada, así que probamos suerte en el Museo de Arte Contemporáneo Español. Está situado en el llamado Patio Herreriano, anexo a la Iglesia de San Benito. Esta imponente iglesia, de construcción muy sólida y aérea, destaca aún más por estar casi vacía: su magnífico retablo se expone troceado en el Museo Nacional de Escultura. El museo se desarrolla alrededor de unos patios y la edificación respeta y complementa la obra existente, dando lugar, de nuevo, a un museo muy agradable de visitar y con sorpresas en cada sala. Eso cuando consigues llegar, claro: de nuevo falta la más mínima indicación.

Y esto me lleva a plantearme un rasgo del carácter vallisoletano en lo que respecta al trato al visitante. Están muy orgullosos de su patrimonio, lo cuidan y empiezan a darlo a conocer, pero no lo venden. Si uno está interesado se tiene que molestar en enterarse de lo que quiere, empezando por la propia Oficina de Turismo y siguiendo por la ausencia de indicaciones dentro de la ciudad. Si preguntas te ayudarán encantados, y una vez en el sitio se desvivirán por atenderte, pero el esfuerzo tienes que hacerlo tú: no te lo van a poner en bandeja ni a afear la ciudad con carteles para tu comodidad. Ignoro si en otros aspectos de la vida actúan de la misma forma, pero esta actitud con el turismo... me gusta, decididamente.

Intentamos comer en La parrilla de San Lorenzo, imposible sin reserva en un día festivo: al menos nos dieron una tarjeta para llamar otro día. Probamos en La Criolla, otra vez en la calle del Correo: lleno pero sin problemas: trabajan muy bien y deprisa sin dar sensación de agobio; la carta es variada y con muchas ofertas y el precio razonable. Cayeron una menestra de verduras de temporada, carrilladas de buey, pastel de lechazo, hojaldre tradicional y arroz con leche con helado de queso. Un sitio para volver

Tarde tranquila que aprovechamos paseando por las orillas del Pisuerga, muy bien aprovechadas para el ocio y el paseo. Por cierto, en cuanto mejora el tiempo, la gente abarrota las calles, tan vacías y solitarias cuando llovía, y hasta bastante tarde.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Un viaje a Valladolid (III)

Bueeeno... ¡hoy no llueve! Sigue haciendo frío, eso sí, pero apenas sopla el viento. Es un placer caminar por la calle pudiendo levantar la cabeza y ver las fachadas con sus balconadas acristaladas y  la decoración multicolor de muchas de ellas. Vamos a dar un paseo hasta el Museo Nacional de Escultura.

Lo primero de todo es saber dónde está, ya que no hay ninguna orientación por las calles: la referencia es el Colegio de San Gregorio, que junto al Palacio de Villena y la Casa del Sol de la misma calle conforman el museo. Llama la atención nada más entrar lo cuidado del diseño y de los acabados, que ofrecen amplitud y comodidad sin desmerecer el entorno: sin duda un planteamiento digno de cualquier museo en cualquier país. Y esto me lleva a preguntarme ¿por qué no hay más facilidades para el viajero? La respuesta posiblemente mañana, tras la visita correspondiente y si se confirman mis sospechas. Porque visitamos al salir la plaza del Coso: una placita sobre un antiguo coso taurino, remodelada como una corrala redonda de tres pisos de altura centrada por un jardín, y a la que se llega después de una detenida búsqueda y de probar varias posibles entradas: de nuevo, ni una sola señal.

Debo confesar que el arte no es lo mío: me debe faltar algo de serie para apreciar toda su belleza y trascendencia, mientras que la tecnología me cautiva aunque no la entienda del todo. Sin embargo, este museo tiene algo especial, quizá la proximidad de las piezas, lo cuidado de la exposición, lo documentado de las explicaciones, la amabilidad del personal o una mezcla de todo ello, hasta el punto de haber disfrutado mucho con la visita. Tanto, tanto que no hemos llegado a tiempo para ver la Catedral: la mayor parte de los sitios visitables cierra durante la comida (y la sobremesa).

Como no queríamos irnos muy lejos a comer para poder hacer la visita por la tarde, elegimos una recomendación de la guía: el restaurante Gabino, sito en la calle Angustias 3, en un primer piso al que se accede por una crujiente escalera de madera de casa de vecinos. Porque es, en efecto, eso mismo: uno o dos pisos de una casa antigua acondicionados como restaurante, pero con mucho gusto y acierto. El trato es exquisito, la comida sorprendente y el precio ajustado; se puede comer a la carta o elegir entre tres menús de diferente precio. Pedimos carpaccio de langostino con boletus, saquitos de morcilla de Cigales, carrillada de ternera y entrecot; los postres y la copita, a cuenta de la casa. Un sitio muy, muy recomendable.

La Catedral está sin acabar: el proyecto original apenas se cumplió en un tercio y para colmo de males una de las torres se desplomó a causa del terremoto de Lisboa. Y eso se nota al entrar en la nave: da sensación de inacabada, con proporciones que chocan y con muy poca luz. Sin embargo, el Museo Catedralicio es otra historia: se inauguró en 1.995 y se construyó sobre los restos existentes de los siglos XI al XV. Es amplio y luminoso, y da una idea de lo que la Catedral podría haber llegado a ser. La exposición es diferente a las de la mayoría de los museos catedralicios: bien diseñada y distribuida, sin excesos, invita a recorrerla y a fijarse en cada detalle.

Tras un merecido descanso salimos a dar un paseo y a cenar de tapas en La Balconada, de nuevo en la calle del Correo. Esta calle es todo un descubrimiento. Mañana es primero de mayo: ya veremos qué nos dejan hacer.

Un viaje a Valladolid (II)

El hotel, que prometía mucho, está cumpliendo. La llegada, sencilla y rápida, el aparcamiento perfecto (de los de ascensor para el coche), las instalaciones de lujo y la habitación de ensueño. Sumemos un entorno tranquilo y agradable, a un paseo del centro, y un desayuno continental servido en mesa en vez de buffet: esto marcha.

Sigue haciendo frío y llueve, con el agravante de que por ser lunes están casi todos los sitios visitables cerrados. Nos acercamos a la oficina de información de turismo y nos llama la atención que es de autoservicio: las personas al cargo están dentro, en unas mesas, por si se te ofrece algo, pero no te reciben. Es chocante, pero creo que casa con el carácter de esta ciudad y que empiezo a entrever; lo confirmaré (o no) en próximas entradas.

Cuando toca hacer turismo a pie con mal tiempo pasan dos cosas: entras en cualquier sitio con cualquier excusa, desde una exposición a El Corte Inglés, para entrar en calor, y caminas con la cabeza baja, y te pierdes muchas cosas. Aún así, la ciudad tiene ese aire especial que solo la lluvia puede dar, esa sensación indefinible de melancolía mezclada con prisas.

Buscando el famoso restaurante El Caballo de Troya encontramos Las Cuevas (calle del Correo, 4), un sitio tradicional al que se accede por unas escaleras y que te transporta a primeros del siglo pasado. La cocina es típica castellana: sopas castellana o de pescado, rabo de buey, chuletillas de lechazo, postres caseros y café de puchero. Al pedir un cortado, el camarero dijo: "Le pongo leche desnatada"... y añadió un chorrito de aguardiente de orujo. Tenía razón: no hacía falta leche.

Por la tarde, y aprovechando que llovía menos, paseamos por el Campo Grande, lleno de aves y con unas enormes pajareras donde conviven desde faisanes a periquitos, pasando por gallinas calzadas, cotorritas y un sin fin de pájaros que no se dejaban identificar. Pensamos acercarnos al río, pero el tiempo acompañaba cada vez menos, así que buscamos para cenar una marisquería muy popular: La Mejillonera, con raciones de marisco muy bien hechas y a buen precio. Sin ganas de pasar más frío, decidimos tomar una infusión y una copita ya en el bar del hotel, muy agradable.

Mañana hará mejor tiempo y estará todo abierto...

Un viaje a Valladolid (I)

A la cuarta va la vencida: por fin hemos podido salir de viaje en mayo tras tres años de sucesivas anulaciones por problemas familiares. De todas formas no tentaremos a la suerte con destinos exóticos o lejanos: vamos a conocer Valladolid y sus alrededores. ¿Valladolid? Pero ¿qué hay que ver en Valladolid? De eso se trata, de descubrirlo poco a poco, de forma muy pausada y tratando de conocer el lugar y a sus gentes, calidad frente a cantidad.

Voy a ir poniendo las entradas sin fotos: incluirlas sin el ordenador es un dolor y no acaban de quedar bien. A la vuelta las iré añadiendo despacito.

Empecemos por el viaje en sí mismo: sin madrugones, despacito, que es autovía y parar a comer en el Parador de Tordesillas. Confieso que me gusta comer en los Paradores, aunque se hable mucho de su desfavorable relación calidad / precio, y quizá se deba a que suelen estar situados en entornos privilegiados, y esto también cuenta. En éste de Tordesillas, además, se come muy bien: los platos tienen la cantidad justa para disfrutar sin saciarse y la cocina es excelente, sobre todo la regional: un gallo de corral a la tordesillana delicioso, una parrillada de verduras de la tierra en su punto justo y unos postres de requesón y queso fresco para dejar un buen sabor de boca.

Un paseíto y ya en Valladolid. Me gusta conducir (y no tengo un BMW) y leer los mapas, pero reconozco que para llevarte al hotel en una ciudad desconocida el GPS no tiene rival. Poca gente por la calle, es domingo a fin de cuentas, y en seguida en el hotel. Cuando se escoge un hotel por Internet se puede hacer uno una idea bastante aproximada de lo que va a encontrar, y en esta ocasión la elección ha sido muy certera. El hotel Boutique Gareus, muy recomendado, está situado al lado del parque del Campo Grande y anuncia que casi todas sus habitaciones son interiores, lo que se agradece siempre a causa de los ruidos del tráfico. Y el hotel es sorprendente y muy agradable; aconsejo mirar su página web.

Una vez acomodados salimos a dar un paseo. Para empezar, hace un cierto frío y sopla un vientecillo curioso y ciertamente molesto, pero eso no parece molestar a los del lugar, que pasean como si tal cosa; sorprende tanta actividad a última hora de la tarde de un domingo. Decidimos llegar a la Plaza Mayor y dar una vuelta, pero acabamos en una exposición de Picasso en la Iglesia de la Pasión: además de arte, tiene calefacción. Suave cena de tapas en la Plaza y al hotel, que hace cada vez más viento y más frío.

Mañana será otro día, pero dicen que hará malo. Ya veremos...

domingo, 14 de abril de 2013

A pesar de todo, hay esperanza.

     Me vuelvo a sentar al teclado tras un largo paréntesis. En estos meses me han pasado muchas cosas que me han impedido este diálogo conmigo mismo, algunas agradables y otras, la mayoría, no tanto o incluso penosas, como la enfermedad y muerte de mi suegro. De todas ellas he aprendido algo, y de esta última mucho: he tenido ocasión de tratar con auténticos profesionales en sus respectivos campos, gente capaz y entregada que hace bien su trabajo y que se esfuerza por hacerlo aún mejor.

     Inevitablemente, una cosa lleva a la otra y uno no se puede sustraer al ambiente que nos rodea y que ha sido objeto de largas y cariñosamente enconadas discusiones con mi anciano padre. La falta de honradez y de los más elementales valores éticos, la falta de dignidad y de criterio y hasta el temible culto a la mediocridad que nos invade se quedan pequeños ante dos dramáticos hechos: la falta de cualificación de nuestros dirigentes y la ausencia de una alternativa eficaz.

     En todos los ámbitos laborales, sean públicos o privados, hay desviaciones de la media en ambos sentidos: personas que destacan por su buen hacer por un lado y sinvergüenzas que se aprovechas del trabajo ajeno para no hacer el suyo o, lo que es mucho peor, para medrar a costa de todos. Son minoría, afortunadamente, porque ningún sistema, sea público o privado, puede sobrevivir si estos individuos proliferan, por lo menos a largo plazo. Se tiene la impresión de que estas situaciones son más fáciles en empresas públicas, pero los últimos acontecimientos nos están demostrando que esta no es una verdad absoluta.

      Los dirigentes políticos españoles actuales, sean del partido o ideología que sean, comparten dos características comunes: absoluta mediocridad y falta de cualificación para el trabajo que desempeñan. Muy atrás quedan los tiempos de los políticos "de casta": personas cualificadas y entregadas al gobierno, entendiendo como tal la administración de la cosa pública para el mayor beneficio de sus conciudadanos. La mediocridad que nos atenaza ha propiciado varias generaciones de políticos "del partido": individuos sin oficio ni beneficio, con carrera o sin ella, cuyo único mérito es haber pertenecido al partido político en cuestión desde antes de madurar (cronológicamente, se entiende), sin haber sabido hacer nada de provecho ni siquiera para ellos mismos a lo largo de sus estériles vidas. Y están presentes en todos los niveles; desde primeros espadas a subalternos, pasando por esa curiosa figura llamada asesor y para la que la más elemental de las lógicas exige más conocimientos y habilidades que ostentar un récord de sanciones de tráfico, por poner un ejemplo.


      Y lo peor de todo es que no disponemos de ninguna opción de relevo, ni ahora ni para un futuro a medio plazo. No hay auténticos políticos, no hay profesionales cualificados en este campo que quieran o puedan tomar el relevo, porque en la sociedad que estamos creando ya no cuentan valores como la honestidad, la abnegación, la satisfacción del trabajo bien hecho, el sacrificio cuando es necesario... y de esta sociedad salen todos los profesionales, incluidos los que van a acabar teniendo responsabilidades políticas. Da miedo, la verdad, porque sus erróneas decisiones causan un daño que en muchas ocasiones es irreparable.


      Se quejan amargamente nuestros dirigentes del acoso a que están siendo sometidos, dicen que por una parte del  pueblo manipulada por sus adversarios políticos. Podrá ser cierto en algunos casos, pero deberían prestar mucha atención a lo que está pasando, al mensaje que intentan hacerles llegar y preguntarse, como lo han hecho varios artículos de prensa nacional y extranjera, por qué en España no estalla una crisis de orden público: porque a pesar de ellos hay mucha gente buena, gente que dedica tiempo y dinero (cuando lo tienen) a ayudar a los más desfavorecidos y que no solo no reciben ayuda sino que se ven amenazadas precisamente por esos políticos a los que con su labor están salvándoles el pellejo (http://educacion-orcasur.blogspot.com.es/2010/03/el-pato-amarillo-necesita-un-local.html)

     A pesar de todo, hay esperanza, pero esta llamita se apagará como  no nos preocupemos TODOS de alimentarla. De nosotros y solo de nosotros dependen que pueda tener lugar un cambio sustancial en el sistema político, un cambio que exija a los gobernantes un mínimo de cualificación, honestidad y responsabilidad.

jueves, 24 de enero de 2013

Un paseo por el tiempo en Madrid.

Hace unos días y aprovechando una mañana libre decidí dar una vuelta por el centro de Madrid, en busca de una serie de cosas que llevaba tiempo necesitando y que por la pereza que da ir por la tarde tras el trabajo, ya que los sábados están cerradas la mayoría de las tiendas en cuestión, vas aplazando. Así que dicho y hecho: el anuncio de nevada se quedó en aguanieve, no había mucha gente y se circulaba bien.

La primera parada fue en la tienda de productos químicos Manuel Riesgo. Es una tienda de las de toda la vida, con todo el sabor del Madrid antiguo, con enormes estanterías llenas de cajones con letreros de porcelana... y llena de público, hasta el punto de que han instalado un dispensador de turno. Allí se compra de todo, desde pinturas hasta venenos, pasando por productos químicos: eso era lo que buscaba yo, un litro de alcohol isopropílico. Su rápida evaporación lo hace ideal para limpiar todo aquello que no soporta la humedad, como circuitos eléctricos; diluido a la mitad con lavavajillas es estupendo para la limpieza de las reglas de cálculo de plástico.

Después tocaba Casa Reyna, tienda de maquetas también de toda la vida y que trabaja mucho más el tren y la madera que las maquetas de plástico, las que imperan hoy en día y a las que tan aficionado soy. Iba en busca de algo muy raro: un pequeño engranaje de plástico del sistema motorizado del zoom de una pequeña cámara digital. Resulta que la reparación en la casa oficial es más cara que la máquina... si acceden a hacerla, porque ya me avisaron que probablemente no pudieran conseguir la pieza completa, ya que nadie repara una cámara tan pequeña y tan barata. En una visita anterior me llamó la atención el cuidado con el que desmontaban juguetes desechados y disponían ordenadamente sus piezas en una mesa vitrina. Por supuesto, encontré no uno sino dos engranajes casi iguales que estoy a punto de instalar, cuando termine de ajustar un par de detalles.

Tercera parada: casa Galeán, ortopedia y suministros médicos, para comprar olivas de fonendoscopio para mí y para una compañera. Es un establecimiento muy similar al primero y en el que llama poderosamente la atención que los dependientes siguen ataviados con una chaquetilla corta blanca cerrada por delante, como en el siglo pasado.

Y para terminar, La casa de las pilas. Mi aspirador de mano de casa perdió potencia, así que lo abrí y encontré que tenía ocho pilas recargables no estándar, una de las cuales había muerto. Me fue imposible contactar con el servicio técnico y además sospeché lo mismo de antes: que sería mucho más cara la reparación que un aparato nuevo. Por principio me niego a aceptar esto y a tirar una máquina que funciona y que podría repararse, así que decidí localizar y cambiar la pila. Pero primero tuve que localizar la "tienda": en la dirección que tenía solo había un estrechísimo portal de casa antigua. Mirando un poco mejor vi un letrero verde y blanco que decía "La tienda al fondo del portal", y así era: un minúsculo habitáculo de dos por tres metros, y un mínimo mostrador tras el cual trabajaba un matrimonio de avanzada edad. Sin embargo, tenían todo tipo de pilas y conseguí la mía, y eso que me había dejado la otra en casa: bastó con la descripción. De propina me llevé por un precio irrisorio una vieja calculadora Casio, de las primeras, de filamento: un hallazgo.

 Así que sin habérmelo propuesto la mañana de compras se convirtió en un paseo por el centro de Madrid que podría haber hecho perfectamente hace cincuenta años. Estos placeres inesperados son siempre de agradecer, y más en estos convulsos tiempos.

lunes, 7 de enero de 2013

Partitocracia mediocrizante, amoral e irresponsable

Los últimos meses de 2012 han sido una locura. A la situación de crisis global se ha unido el conflicto de la sanidad madrileña y ha coincidido con las fiestas de Navidad, con todos lo que llevan aparejado: compromisos, organización de reuniones familiares, todo ello salpimentado con el delicado estado de salud de los mayores. Sí, ha sido un fin de año de los que recordaremos, y sobre todo por esa sensación de urgencia, de falta de tiempo hasta para las cosas más elementales que nos ha hecho ir corriendo a todas partes y olvidar a veces lo más importante.

Cuando se da un paso atrás para intentar tener un poco de perspectiva llaman la atención cuatro cosas. En primer lugar no vivimos en una democracia. La democracia supone que el pueblo elige y exige a sus representantes, y si estos no cumplen lo prometido, se revelan incapaces o no dan la talla son inmediatamente depuestos y reemplazados. En nuestro caso se votan listas cerradas, listas elaboradas por las cúpulas de los partidos y en las que suelen ir personas a las que nunca querríamos elegir. Una vez realizadas las elecciones ya no hay nada que hacer hasta que pasen cuatro años, con el agravante de que son los así elegidos los que deciden las leyes, sobre todo las que les afectan a ellos, con lo que se perpetúa un sistema corrupto: la partitocracia.

Por otro lado, ¿qué cualificaciones tienen los políticos? Llevamos ya muchos años sin políticos "de casta" y en manos de indocumentados sin titulaciones superiores o que, si las tienen, nunca han hecho más que medrar en la estructura del partido. Y por supuesto, estos políticos van a rodearse de "asesores" que disimulen sus carencias, asesores cuyas pretendidas cualificaciones estarán en sintonía con las de sus designadores. La partitocracia se adorna con la mediocridad, pero no es su único oropel.

Un gobernante, sea cual sea su nivel, tiene una enorme responsabilidad moral: ha de procurar el bienestar de su pueblo, y ha de hacerlo manejando recursos que no son suyos, que han sido puestos en sus manos para conseguir beneficios sociales. Por desgracia, las normas, escritas o no, de las estructuras de poder otorgan a los políticos una serie de privilegios y prebendas que a muchos deslumbran y las que acaban creyendo tener derecho por su entrega y dedicación, aunque sus conciudadanos pasen estrecheces y necesidades; esta falta de criterio moral es, por desgracia, imperante en buena parte de nuestra sociedad actual, sociedad de la que salen los políticos de turno. La falta de valores, de criterio moral claro, está en la base de toda la crisis que estamos viviendo: su exigencia entre la clase política debería ser mayor que la general de los gobernados, pero impera un relativismo moral, un todo vale, que nos han llevado a encontrar casi normal esta inmoralidad.

Todo sistema normativo se acompaña de un sistema punitivo, destinado a corregir y castigar las desviaciones y con el fin último de evitarlas. Pensemos en algo tan cercano como el tráfico rodado: la educación vial necesita de un sistema sancionador muy eficaz que cubra el largo período formativo, que detecte y sancione a los infractores y que disuada en aquellos casos en los que la formación no ha sido capaz de inculcar los valores; sin este sistema nuestras carreteras serían un infierno. Sin embargo, los políticos que hacen mal su trabajo, que producen daños a la sociedad que con frecuencia persisten durante generaciones, y que a veces incluso se enriquecen con ellos gozan de inmunidad: nadie les pide cuentas, y lo saben; incluso si cambia la orientación política del gobierno, el siguiente se cuida mucho de hacer algo, no sea que luego le acabe tocando a él... Esta ausencia de control de la actividad política añade la guinda del pastel: la irresponsabilidad.

La situación actual no es más que la lógica consecuencia de muchos años de desgobierno con los defectos antedichos. Cuando el pueblo empieza a sufrir el azote de la crisis y se empiezan a generalizar situaciones límite vuelve sus miradas y su ira contra los gobernantes, y éstos se atrincheran en sus castillos, se niegan a perder sus privilegios y utilizan todos sus poderes, legislativo, mediático y policial, para intentar contener la marea que les amenaza. Sería el momento de sentarse a reflexionar y de buscar soluciones a medio y a largo plazo, pero no parece que éste vaya a ser el camino elegido: las posturas se radicalizan, lejos de acercarse.

Pero el miedo está cambiando de lado: ahora son los gobernantes los que empiezan a tener miedo del pueblo, y hacen bien, porque ese pueblo podría haber sido inteligente, educado, tenaz y trabajador si así lo hubieran cultivado, pero en su lugar han cosechado ira, desesperación e indignación, y en todos los niveles y clases sociales. Sí, hacen bien en tener miedo y aunque sea por miedo deberían plantearse un cambio sustancial de sus actitudes, y deberían planteárselo cuanto antes, porque se les acaba el tiempo...