martes, 31 de julio de 2012

La que nos está cayendo: el pueblo soberano.


La clave de todo sistema político participativo es el pueblo. En él reside, al menos sobre el papel, la soberanía, y por ende la capacidad de decidir. Sin embargo, vemos a diario ejemplos de gobierno negligentes y absurdos, cuando no flagrantemente ilegales, y da la sensación de que nada importa, que los gobernantes tuvieran patente de corso para hacer lo que les viniera en gana y sin tener que dar cuentas a nadie. En otros países se ejerce un mayor control sobre la función pública ¿cómo es posible que en España se destapen escándalos a diario... y no pase nada?

En primer lugar, somos muchos y muy diferentes. Cuando se piensa en lo que ha pasado en Islandia y se pone como ejemplo de un pueblo que rechaza y castiga a gestores y gobernantes corruptos o ineficaces se corre el riesgo de intentar extrapolar aquí esa situación. Ya solo el número de españoles hace muy complicado emprender acciones eficaces (aunque las redes sociales se están revelando como una herramienta de información y convocatoria formidable), a lo que hay que sumar unos "nacionalismos" absurdos en pleno siglo XXI por muy antiguos que pretendan ser, y que solo contribuyen a debilitar la unión mediante el enfrentamiento.

La cultura en sentido amplio nunca ha sido una prioridad, y ahora mucho menos. Se fomenta y se busca el éxito fácil, la satisfacción inmediata, el "todo vale y nada importa". Y un pueblo sin cultura ni valores definidos es presa fácil para un sistema político que solo aspira a perpetuarse, con una u otra cara. A los que intentan planar cara se les echa encima toda la maquinaria del estado, informativa, legal y hasta físicamente represiva.

Al amparo de la "legitimidad" de las urnas, la clase política se ha ido rodeando de una serie de prebendas absolutamente injustas y desproporcionadas. Ya comenté en una entrada anterior la necesidad de contar con políticos adecuadamente cualificados; además, es necesario que el sistema ofrezca muy pocos atractivos para los que pretenden enriquecerse con él. Se puede hablar de una remuneración acorde con la responsabilidad del cargo y de la posibilidad de retomar el trabajo anterior una vez terminada la legislatura, pero nadas más. ¿Por qué se consiente que los políticos se autoconcedan subidas salariales, exenciones fiscales, dietas absurdas y pensiones escandalosas y sin haber cotizado lo mismo que cualquier otro español?

Y hay otras muchas cosas que no se entienden: estructuras ineficaces como el senado, que ningún partido acepta eliminar, posibilidad de que no gobierne el más votado por acuerdos oscuros y sujetos a intereses que nada tienen que ver con el bien común, sistemas electorales que penalizan a formaciones más votadas por la decisión de aplicar un sistema de "compensación" de diferencias, listas electorales cerradas... situaciones todas que cuando se denuncian tropiezan con un muro político protegido por una serie de "razones" que van desde la exposición de las dificultades que supondría un cambio hasta la amenaza de estar atacando el "orden constitucional" (?)


Todo este sinsentido puede contemplarse como un excelente tema de tertulias y charlas de café cuando la situación general de un estado es básicamente buena, lo que revela en cualquier caso una trementa inmadurez de todos los implicados. Pero en tiempos de crisis tan graves como la que estamos viviendo, estas cuestiones pasan a ser temas muy candentes, capaces de estallar en cualquier momento y de dar lugar a situaciones de violencia y desorden públicos como ya se han visto en países denuestro entorno. Lejos de darse por enterados, los políticos de todo signo se hacen fuertes en sus baluartes y defienden sus prebendas a capa y espada mientras los más desfavorecidos sufren en propia carne las consecuencias de su incompetencia.


Cuando ya no se tiene nada que perder se corre el riesgo de llegar a situaciones extremas y sin vuelta atrás. Cualquier gobernante con dos dedos de frente, aunque carezca de preparación y de valores morales, debería darse cuenta de ello y empezar a actuar en consecuencia. En un sistema ideal, el gobernado confía en el gobernante y ésta actúa con plena consciencia de esta confianza; en un sistema corrupto se utiliza el miedo en todas sus formas y matices. La cuestión es que ahora empiezan a ser los gobernantes los que temen al pueblo soberano, y hacen bien.

jueves, 26 de julio de 2012

La que nos está cayendo: el sistema.

Dentro de un sistema democrático tienen que establecerse unos cauces de participación, de control y de organización de las diferentes instituciones y servicios que forman el Estado. En algunos países, España entre ellos, hay una serie de admistraciones locales más o menos independientes (länder en Alemania y Austria, estados en Norteamérica, autonomías en España...) con normativas  y elecciones propias, lo que convierte el sistema democrático en una organización terriblemente compleja, difícil de coordinar y a veces imposible de gobernar. Enfrentarse a ella es tarea muy compleja: ya lo es solo el intentar entenderla.

Los partidos políticos no son la base del sistema democrático: la base es el pueblo soberano que elige quien y cómo le ha de gobernar. En la transición tardía se blindaron las condiciones de funcionamiento de los recién nacidos partidos políticos a fin de evitar una vuelta atrás. Sin embargo, se les dieron una serie  desmedida de prebendas: elección del CGPJ sólo por las cámaras, consejos de administración de las Cajas de Ahorro, financiación por múltiples vías a partidos y sindicatos, creación de muchos nuevos organismos, funcionarios directivos  que dependen sobre todo de sus relaciones personales y políticas, facilidad de jueces y fiscales  para circular por la política,  creación de 17 administraciones autonómicas... Todo esto creó un monstruo voraz e intratable que ha consumido recursos de una manera desaforada y ha despertado un gran recelo ente la población.


La propia estructura interna de los partidos impide que las personas que los dirigen o que concurren a unas elecciones sean  directamente designadas por las bases, a diferencia de lo que ocurre en otros países con legislación muy clara al respecto y en cuyos partidos sí tiene lugar una auténtica competencia interna basada en los méritos y matizada por la honorabilidad; recordemos un caso reciente de dimisión de un ministro al descubrirse que había copiado su tesis doctoral, algo impensable en España, donde no dimite casi nadie (y donde hay pocas tesis doctorales en estos escenarios).

El sistema de listas cerradas es el colofón de esta estructura inabordable. Hay que votar a una lista, gusten o no alguno de los que la componen y sin alternativa posible. Sería interesante llegar a saber cuantos de los diputados o senadores lo son solo por estar en una lista cerrada, y que nunca hubieran salido elegidos (ni gozado de privilegios pagados, precisamente, por los votantes) de ser otro el sistema electoral.

Y una vez consumada la elección, hay que esperar cuatro años para intentar cambiar de nuevo la situación, con muy poco margen de maniobra. Durante este tiempo, la posibilidad real de exigir el cumplimiento de las promesas electorales o responsabilidades a quienes no cumplan con las funciones que les han sido asignadas es prácticamente nula.

El sistema democrático español es paradójicamente muy poco participativo y propenso a autoperpetuarse y a corromperse, ya que los políticos, por el mero hecho de serlo, tienen potestad  sobre la economía, la justicia, los servicios públicos... y no suelen hacerlo bien. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se tolera? La clave está en la ciudadanía, que, hasta ahora por lo menos, ha consentido esta situación. Hablaremos de ello en la próxima entrega.

domingo, 22 de julio de 2012

La que nos está cayendo: los políticos.

Hace ya unos meses y una legislatura un amigo alemán se sorprendía de la virulencia de los ataques y las burlas contra unos ministros españoles. Los políticos de tal calado, decía, deben ser personas muy preparadas, de reconocida solvencia, con una demostrada voluntad de servicio y con una integridad a toda prueba, por lo menos en la esfera política. Cuando se le explicó que aquí teníamos ministros sin oficio ni beneficio, que no contaban con estudios superiores ni habían trabajado nunca, que gozaban de prebendas obscenas y que sabían que si aguantaban el tirón de un par de legislaturas tenían la vida resuelta, no daba crédito.

Para ejercer cualquier profesión es imprescindible contar con preparación, experiencia, voluntad y honestidad; sin no se dan estos requisitos es muy arriesgado ponerse en manos de cualquier profesional. Y cuanto mayor sea la responsabilidad o la importancia del objeto de la profesión, mayor será el nivel de exigencia. Entonces, ¿cómo es posible que a los políticos no se les exija nada? Examinemos cuales deberían ser las condiciones para ostentar un cargo político.

Un político debe tener formación, de mayor nivel cuanta mayor sea su responsabilidad. Un ministro debe tener al menos una carrera universitaria, que debe tener relación con la cartera de la que se ocupa. Resulta incomprensible que quien ayer fue ministro de sanidad lo sea hoy de fomento y se baraje en un futuro su cargo en educación. Y debe hablar, por lo menos, inglés, una carencia absolutamente incomprensible en este mundo global del siglo XXI. Podría plantearse que ciertas administraciones locales, con menores necesidades, podrían suavizar un poco esta condición

Un político debe saber ganarse la vida fuera de la política. Tiene que tener, haber ejercido y haber vivido de su profesión un mínimo de cuatro años antes de plantearse su candidatura. La política puede ser un paréntesis en su vida laboral, pero nunca un refugio, ya que está en ella para servir a los demás y no para servirse de ellos. En este contexto podía plantearse un pequeño privilegio: que pueda retornar sin problemas a su trabajo previo una vez se haya cumplido su mandato.

Un político debe tener un patrimonio propio que le haga inmune a intentos de soborno, y este patrimonio debe ser conocido y monitorizado antes, durante y hasta diez años después de terminar su etapa pública. Esta condición le hará, además, especialmente cuidadoso con los fondos que maneja, ya que precisamente por no ser suyos está obligado  a ser exquisitamente ahorrador tanto en tiempos de abundancia como en carestía.

Un político tiene que tener muy claro que es un servidor de su pueblo y no un tirano, que su pueblo puede pedirle cuentas en cualquier momento y que su paso por la política es algo temporal. Del mismo modo, tiene que saber que sus actos y decisiones van a tener  consecuencias y que deberá responder por ellas exactamente igual que cualquier otro ciudadano, ante la ley y la opinión pública, y no solo en la arena política.

Un político debe tener formación moral y ética. Una buena parte de los problemas que arrostramos ahora tienen su origen en conductas amorales, además de delictivas en muchos casos. Y ya que estamos en ello, su comportamiento debe ser ejemplar y educado, no tanto para servir de modelo como para reflejar con ello de manera pública sus valores y sus principios.


 Estas condiciones deben entenderse también exigibles a todos los cargos de responsabilidad designados por los políticos. Llegados a este punto es obligado plantearse por qué estas condiciones no se dan y cómo es posible que se mantenga la aberrante situación actual. El sistema político imperante tiende a favorecer situaciones realmente absurdas y malvadas, y por ello será objeto de análisis en la próxima entrada.

viernes, 20 de julio de 2012

La que nos está cayendo: introducción.




En esta era de la información, el exceso de noticias nos está haciendo polvo. Es realmente complicado mantener la cabeza fría y no dejarse llevar, bien por el desánimo, bien por la furia irracional, y ninguna de estas dos opciones contribuyen precisamente a la paz de espíritu. Además, es difícil sustraerse a la tentación de tomar partido, bien sea por simpatías hacia los unos,  por rencor hacia los otros o por afinidades de cualquier tipo. Intentemos parar un momento y reflexionemos sobre los problemas reales, sus causas y sus consecuencias.

Vivimos en sociedad y esto implica una serie de renuncias y servidumbres personales encaminadas a conseguir una serie de ventajas. Delegamos trabajos y responsabilidades en otras personas o instituciones a las que compensamos económicamente por ello, y a cambio les exigimos resultados en tiempo y en forma, una adecuada respuesta ante los problemas y una correcta administración de los recursos que para ello les damos. Pensemos por ejemplo en el administrador de nuestra comunidad de vecinos: le pagamos para que lleve a cabo una serie de gestiones básicas y para que de respuesta a los problemas que van surgiendo. Si su desempeño no es el correcto  o si nos cobra más que otro igualmente eficaz podemos decidir cambiarlo, y lo hacemos, porque afecta de forma directa y palpable a nuestro bolsillo.

Con los dirigentes políticos debería ser también así, ya que manejan nuestro dinero y nuestra confianza;  sin embargo, esta casta ha crecido tanto y se ha rodeado de un entramado burocrático y de unos órganos de poder de tal calibre que solo pensar en enfrentarse al sistema da miedo. Y es precisamente este miedo lo que nos impide pedirles cuentas de sus actuaciones: preferimos quejarnos cuando las cosas van mal. Somos muy dados a la crítica particular o con los amigos y muy poco dispuestos a controlar sus actuaciones,  y proponer su relevo cuando vemos que las cuentas no salen.

Lo que conocemos como democracia tiene su origen en la antigua Grecia, en la que un grupo de privilegiados se reunían y tomaban decisiones por mayoría, mientras el pueblo llano y los esclavos hacían el trabajo. La revolución francesa intentó recuperar este espíritu y aplicarlo a una sociedad convulsa, y su evolución nos ha traído al estado actual. La democracia es, posiblemente, el menos malo de los sistemas de gobierno, pero solo si existe una auténtica implicación de todos, gobernantes y gobernados, y en todo momento, no solo en las crisis o en los periodos electorales. En caso contrario se convierte en un sistema perverso y propenso a la corrupción y la ineficacia.

El sistema democrático se basa en las decisiones de la mayoría. Este aparentemente simple concepto tiene implicaciones de gran alcance: esta mayoría debe estar cualificada para tomar una decisión, esto es, debe contar con información, debe ser capaz de contrastarla, sopesar pros y contras, tomar por fin una decisión, comprometerse con ella, controlar su eficacia y estar dispuesta a cambiarla si los resultados o las circunstancias así lo aconsejasen.

De todo esto se desprende que no todos podemos opinar con auténtico conocimiento de causa sobre todos los temas, porque no los comprendemos, no queremos molestarnos, no tenemos tiempo ni estamos dispuestos a ejercer el control necesario sobre su ejecución, y aquí viene la primera perversión: votamos "en bloque"sobre muchas cuestiones de las cuales no tenemos información suficiente. Y lo que es peor, no votamos sobre decisiones concretas: votamos a un determinado grupo de personas que pueden tener buenas ideas sobre algunos temas y cometer errores garrafales en otros, y nos desentendemos hasta las próximas elecciones.

¿Que alternativas tenemos al actual sistema? Podemos plantear dos escenarios. En el primero de ellos solo votarían sobre un determinado tema aquellos realmente cualificados para tomar tal decisión y siempre que se comprometan a vigilar su ejecución. Difícilmente podría un médico opinar de forma cualificada sobre política agraria, ni un agricultor sobre política sanitaria, aunque puntualmente podrían tener opiniones interesantes sobre temas muy concretos. Este escenario plantea unas necesidades estructurales tremendamente complejas y muy exigentes: determinación de la cualificación, consultas frecuentes...

El segundo escenario es más asumible: políticos y responsables adecuadamente cualificados, técnica y moralmente, sujetos a controles y sin privilegios desproporcionados. Éste será el tema de la siguiente entrada.

jueves, 12 de julio de 2012

El legado de Alba

La existencia de Internet y la facilidad de acceso a una gran cantidad de datos es ciertamente una de las mayores revoluciones de las últimas décadas, y solo con eso ya da para llenar toda una vida, sobre todo las de los que nacimos, estudiamos y trabajamos sin ordenadores y que por tanto valoramos en su justa y real medida todas sus posibilidades.

En este contexto, las llamadas redes sociales se me antojaban un capricho, una especie de divertimento marginal para personas con demasiado tiempo libre y que no tenían nada mejor que hacer que estar constantemente pegadas a sus dispositivos móviles, compartiendo banalidades con otras como ellas.

Sin embargo, una niña de apenas doce años me hizo cambiar radicalmente mi opinión sobre la función y la utilidad de las redes sociales. Me aconsejaron seguirla.

- Y eso de seguir, ¿qué es?
- Tienes que abrir una cuenta en Twitter, crear un perfil, empezar a publicar tus ideas, seguir a quienes te gusten...
- No estoy seguro de tener nada que decir, y menos a un extraño; puedo entender un blog como un medio de publicar ideas y un foro como un medio de intercambiar opiniones con personas con intereses comunes, pero esto del Twitter... no lo veo claro.
- Tú prueba, y empieza a seguir a @albahapy. Es una niña con leucemia que cuenta su día a día.
- ¿Un melodrama?
- No, aunque suene a eso: en realidad es un canto a la vida. Prueba, no tienes nada que perder.

Y probé. Y muchas cosas cambiaron a partir de ese momento, hasta el punto de poder decir que hay un antes y un después de Alba en mi vida y en la de otras muchas personas. De entrada, la presencia en una red social de una niña me parecía algo inquietante, dadas las noticias que saltan con cierta frecuencia a los titulares sobre acoso o utilización de menores en la red. Sin embargo, éste no parecía ser el caso: para empezar, su madre no le permitía twittear más que en determinados momentos y siempre que no interfiriese con sus obligaciones; además, un grupo de personas de su círculo mas cercano en Twitter, conocido como "la famiglia", cada uno con su parentesco virtual, vigilaba atentamente los intercambios de mensajes con Alba: de hecho, para poder seguirla había que contar con su aprobación. Parecía un buen comienzo, la verdad.

Alba era  una niña con una bondad y una madurez que muchos ya quisiéramos llegar a alcanzar, pero una niña a fin de cuentas. Contaba sus peripecias del día a día, en su casa o en la de la vecina, en la granja a la que iba cuando sus fuerzas "... y el dinerito..." lo permitían y donde disfrutaba de "su" cerdito,  o en los largos ingresos en el hospital. Siempre positiva, nos contaba sin aspavientos sus penas, sus alegrías, los tratamientos, las pruebas molestas cuando no dolorosas y se preocupaba ante todo por los que la rodeaban. Era entrañable el cariño por su madre, cómo moderaba su alegría cuando la daban de alta para no entristecer a su compañera de habitación y hasta su inquietud cuando no podía conectarse a la red porque sus seguidores podrían preocuparse por ella. Se alegraba por cada una de las pequeñas cosas bonitas de cada día, que tantos de nosotros estamos muy ocupados para apreciar, disfrutaba intensamente de las oportunidades por pequeñas y breves que fueran... vivía, en vez de limitarse a pasar por la vida. Seguir a Alba supuso la posibilidad de conocer también a las personas que hablaban con ella y a las que ella seguía, de todo tipo y condición,  y que aportaban sus ideas y enriquecían la comunicación de manera para mi inesperada.

Todos esperábamos que Alba se recuperase, con ese espíritu y esas ganas de vivir que marcaban todos sus mensajes. La noticia de su muerte el pasado 20 de junio y durante un ingreso en principio programado para realizar unas pruebas, fue un golpe demoledor e inesperado, y los mensajes de todos su seguidores fueron realmente desgarradores ¿Cómo es posible llorar por alguien a quien no conoces y a quien nunca has visto? Las redes sociales pueden ser, sin duda, una nueva forma de auténtica relación y comunicación entre las personas, muy por encima del uso superficial tan extendido. El mismo día de la noticia llovieron los mensajes de cariño y apoyo a Ana, la madre de Alba, que nunca se inmiscuyó en sus contactos y que solo después de su muerte conoció de verdad esta faceta de su hija y el gran cariño que dio e inspiró. Una mujer excepcional, sin duda, aunque solo fuera por haber sido capaz de criar y educar a una personita tan especial como Alba.

La noticia de la muerte de Alba me sorprendió en unas cortas vacaciones. Lloré, lo confieso, y no soy especialmente propenso a hacerlo. Lloré, pero no por ella: lloré por su madre y por mi mismo, pero no por Alba. Y no "porque ella no lo hubiera querido", sino porque una niña de doce años me enseñó a valorar y a disfrutar cada momento, grande o pequeño, y había llegado el momento de aplicar sus enseñanzas. Este el auténtico legado de Alba, sencillo, profundo e imperecedero.

Hasta siempre, bella hada, y muchas gracias.
Sit tibi terra levis.

domingo, 8 de julio de 2012

Reflexiones sobre un viaje a Oporto

 Cuando vuelvo de un viaje recuerdo siempre a un compañero de otro hospital que volvía de los suyos siendo un auténtico experto. Le bastaba pasar tres días en Israel para convertirse en un experto en los problemas de Oriente Medio, o un fin de semana en Nueva York para analizar pormenorizadamente la situación socio política de Estados Unidos. Me resultaba sorprendente lo poco que me cundían a mi los viajes, e intentaba enterarme de todo lo que podía, con escaso éxito.

Poco a poco, sin embargo, me fui dando cuenta de que lo que tanto a mi como a mi santa nos gustaba era conocer más que ver y entender más que recorrer, así que intentamos preparar los viajes leyendo todo lo que podemos acerca de la historia, la cultura y la situación actual de nuestro destino, incluido el idioma, con la imprescindible guía de conversación que siempre nos acaban rogando que no utilicemos.

Será muy pretencioso creer que unos pocos días vividos como turistas, alojados en un hotel y recorriendo los sitios más pintorescos bastan para conocer un determinado lugar o las gentes que lo habitan; sin embargo, se pueden captar infinidad de detalles si se dedica tiempo a pasear fuera de los circuitos habituales, a sentarse en un banco y observar  y escuchar a las personas, y si el idioma lo permite, hablar con ellos de las cosas del día a día.

Este viaje y el previo a Lisboa de hace un par de años me han descubierto un país muy agradable, modesto y hasta pobre en algunos aspectos pero de una gran belleza, muy consciente de sí mismo, dispuesto a progresar y asumiendo que tendrá que hacerlo poco a poco y con esfuerzo. He notado algunas diferencias entre Lisboa y Oporto, como no podía ser de otra manera, pero las líneas generales son muy similares.

Las infraestructuras modernas no tiene nada que envidiar a las de ningún otro país. Las más antiguas acusan, sobre todo, el paso del tiempo. Están realizando un gran esfuerzo para recuperar edificios, calles y establecimientos emblemáticos: vale la pena recorrer las calles de los barrios modestos y ver las obras de restauración de una casa típica, con su fachada de azulejos, e imaginarse que ver el barrio entero así será solo cuestión de tiempo.

El portuense tiene un gran sentido de la dignidad. Nos llamó mucho la atención que alrededor de las terrazas de los bares actuasen artistas callejeros, apreciados por los camareros, quienes sin embargo se apresuraban a espantar a los mendigos (pocos, la verdad). La clave nos la dieron los propios músicos, quienes increparon al mendigo pidiéndole que se ganase la vida, que se pusiese a cantar con ellos incluso, que hiciera algo mínimamente digno para ganarse unas monedas.

El portuense es muy servicial sin ser nunca servil, tanto en la calle como en cualquier establecimiento. Se desvive por entenderte y porque le entiendas, y te lo explicará las veces que haga falta. Además, la mayoría habla inglés: de hecho, oímos un comentario a un extranjero angloparlante: son como los españoles pero hablan inglés.

En uno de sus parques vimos a las aves (patos, gansos, pavos reales y hasta las omnipresentes gaviotas) convivir pacíficamente con los niños que jugaban a su lado en la hierba, sin asustarse. Los pavos reales circulaban entre las mesas de una terracita pidiendo comida a los que tomaban un refresco, una imagen muy diferente de la de nuestros gorriones y palomas. Las gaviotas anidan en los recovecos de los tejados, muchos de ellos fácilmente visibles desde los puentes y paseos, y nadie molesta a sus polluelos. Esta relación con los animales dice muchísimo sobre la educación de un pueblo.

La disponibilidad y la limpieza de los aseos públicos es otro indicador de cultura. Da lo mismo que se trate de los servicios de un parque (la mayoría con una persona al cargo), de una estación, de un bar o de un restaurante de lujo: hay muchos y están impecables. Se agradece mucho, y sobre todo se recuerda con agrado, encontrar este servicio cuando uno está de viaje, y más en este estado de pulcritud.

Las calles ofrecen sensación de seguridad, a pesar de la muy escasa presencia policial. En el hotel nos aconsejaron, como ya nos pasó en Lisboa, volver por la noche en taxi; en realidad no teníamos otro remedio porque el servicio de autobús terminaba muy temprano y el metro pillaba lejos. Sin embargo, no apreciamos nada extraño en las calles por la noche.

Los monumentos están muy cuidados y la atención al visitante es muy buena. Se aprecia que no es solo por el interés turístico sino porque se sienten realmente orgullosos de su patrimonio. La visita guiada al edificio de la antigua Bolsa y actual Cámara de Comercio, muy recomendable por la belleza y originalidad de todas las estancias (sobre todo el Salón Árabe), es un buen ejemplo de ello.



Seguro que estoy olvidando un montón de detalles, pero creo haber conseguido componer una imagen de nuestro país vecino muy diferente a los tópicos que escuchamos por aquí. Es innegable que le viajar enriquece y amplía las miras, pero solo si se presta atención a ciertos detalles; de lo contrario, un viaje se convierte en una simple recolección de fotos y en un par de anécdotas.

domingo, 1 de julio de 2012

Septimo día: todo se acaba

El viajar en coche tiene una gran ventaja: puedes decidir el ritmo del viaje, y no estás sujeto a los horarios de los aviones, que te obligan a comer a deshora y a perder un tiempo precioso en esperas. En esta ocasión hemos pasado la última mañana en Oporto, realizando las compras de última hora y los regalos, y hemos salido de viaje después de comer: una mañana ganada.

Hemos ido aprendiendo que lo mejor que te puedes traer es comida. Dicho así suena un poco raro, pero la experiencia nos demuestra que las camisetas, los "recuerdos" y la parafernalia que los rodea acaban siendo simples almacenes de polvo, mientras que traer comidas propias del lugar, tanto para nosotros como para la familia, deja un buen sabor de boca, estimula el recuerdo y hace un poco partícipes a los destinatarios de una parte de nuestras vivencias. Como ya hemos hecho otras veces, nos hemos documentado sobre el tema y localizado la zona comercial donde compran los portuenses, cerca del Mercado del Bolhao. Una vez allí pasamos un rato mirando las tiendas seleccionadas, quién entra a comprar y qué se lleva, y entonces decidimos. En esta ocasión le tocó a "Comer e chorar por mais", en la Rua Formosa, 300. Tienen un poco/bastante de todo, conocen perfectamente lo que venden, te aconsejan con gran paciencia y detalle y envasan al vacío lo que les pidas. Los turistas entran a hacer fotos del local, y eso que es un simple colmado: así de cuidado y bien puesto lo tienen.

Para no tener problemas con el peaje de vuelta, fuimos a intentar prepagar en una oficina de Correios. El funcionario nos miró con cara de sorpresa y nos dijo que pagásemos al llegar a la frontera; cuando le dije que no recordaba haber visto más puesto de pago que el de la entrada (para acceder al cual tendría que entrar en España, dar la vuelta y volver a pasar a Portugal) me contestó que, bueno, preguntase a alguien... y cuando llegamos no había nadie, así que pasamos. Ya nos habían comentado en Oporto que iban a cambiar el sistema, porque había cientos de coches que no pagaban. ¡Y para uno que quiere pagar, no puede!

Un último detalle: mientras esperaba la última comida intenté conectar con la red del restaurante para conocer el estado de las carreteras, pero requería clave... y sin yo pedirlo, el camarero me trajo un papelito con una clave gratuita de doce horas de validez. Buen detalle.

Hasta aquí ha llegado un sencillo viaje que me deja un muy buen recuerdo. Voy a dejar sedimentar un poco las ideas unos días y luego haré un ejercicio de reflexión sobre todo lo que hemos visto y vivido. La verdad es que esto de escribir el blog me está siendo de una gran utilidad para ordenar las ideas. ¡Gracias, Niágara!