jueves, 24 de enero de 2013

Un paseo por el tiempo en Madrid.

Hace unos días y aprovechando una mañana libre decidí dar una vuelta por el centro de Madrid, en busca de una serie de cosas que llevaba tiempo necesitando y que por la pereza que da ir por la tarde tras el trabajo, ya que los sábados están cerradas la mayoría de las tiendas en cuestión, vas aplazando. Así que dicho y hecho: el anuncio de nevada se quedó en aguanieve, no había mucha gente y se circulaba bien.

La primera parada fue en la tienda de productos químicos Manuel Riesgo. Es una tienda de las de toda la vida, con todo el sabor del Madrid antiguo, con enormes estanterías llenas de cajones con letreros de porcelana... y llena de público, hasta el punto de que han instalado un dispensador de turno. Allí se compra de todo, desde pinturas hasta venenos, pasando por productos químicos: eso era lo que buscaba yo, un litro de alcohol isopropílico. Su rápida evaporación lo hace ideal para limpiar todo aquello que no soporta la humedad, como circuitos eléctricos; diluido a la mitad con lavavajillas es estupendo para la limpieza de las reglas de cálculo de plástico.

Después tocaba Casa Reyna, tienda de maquetas también de toda la vida y que trabaja mucho más el tren y la madera que las maquetas de plástico, las que imperan hoy en día y a las que tan aficionado soy. Iba en busca de algo muy raro: un pequeño engranaje de plástico del sistema motorizado del zoom de una pequeña cámara digital. Resulta que la reparación en la casa oficial es más cara que la máquina... si acceden a hacerla, porque ya me avisaron que probablemente no pudieran conseguir la pieza completa, ya que nadie repara una cámara tan pequeña y tan barata. En una visita anterior me llamó la atención el cuidado con el que desmontaban juguetes desechados y disponían ordenadamente sus piezas en una mesa vitrina. Por supuesto, encontré no uno sino dos engranajes casi iguales que estoy a punto de instalar, cuando termine de ajustar un par de detalles.

Tercera parada: casa Galeán, ortopedia y suministros médicos, para comprar olivas de fonendoscopio para mí y para una compañera. Es un establecimiento muy similar al primero y en el que llama poderosamente la atención que los dependientes siguen ataviados con una chaquetilla corta blanca cerrada por delante, como en el siglo pasado.

Y para terminar, La casa de las pilas. Mi aspirador de mano de casa perdió potencia, así que lo abrí y encontré que tenía ocho pilas recargables no estándar, una de las cuales había muerto. Me fue imposible contactar con el servicio técnico y además sospeché lo mismo de antes: que sería mucho más cara la reparación que un aparato nuevo. Por principio me niego a aceptar esto y a tirar una máquina que funciona y que podría repararse, así que decidí localizar y cambiar la pila. Pero primero tuve que localizar la "tienda": en la dirección que tenía solo había un estrechísimo portal de casa antigua. Mirando un poco mejor vi un letrero verde y blanco que decía "La tienda al fondo del portal", y así era: un minúsculo habitáculo de dos por tres metros, y un mínimo mostrador tras el cual trabajaba un matrimonio de avanzada edad. Sin embargo, tenían todo tipo de pilas y conseguí la mía, y eso que me había dejado la otra en casa: bastó con la descripción. De propina me llevé por un precio irrisorio una vieja calculadora Casio, de las primeras, de filamento: un hallazgo.

 Así que sin habérmelo propuesto la mañana de compras se convirtió en un paseo por el centro de Madrid que podría haber hecho perfectamente hace cincuenta años. Estos placeres inesperados son siempre de agradecer, y más en estos convulsos tiempos.

lunes, 7 de enero de 2013

Partitocracia mediocrizante, amoral e irresponsable

Los últimos meses de 2012 han sido una locura. A la situación de crisis global se ha unido el conflicto de la sanidad madrileña y ha coincidido con las fiestas de Navidad, con todos lo que llevan aparejado: compromisos, organización de reuniones familiares, todo ello salpimentado con el delicado estado de salud de los mayores. Sí, ha sido un fin de año de los que recordaremos, y sobre todo por esa sensación de urgencia, de falta de tiempo hasta para las cosas más elementales que nos ha hecho ir corriendo a todas partes y olvidar a veces lo más importante.

Cuando se da un paso atrás para intentar tener un poco de perspectiva llaman la atención cuatro cosas. En primer lugar no vivimos en una democracia. La democracia supone que el pueblo elige y exige a sus representantes, y si estos no cumplen lo prometido, se revelan incapaces o no dan la talla son inmediatamente depuestos y reemplazados. En nuestro caso se votan listas cerradas, listas elaboradas por las cúpulas de los partidos y en las que suelen ir personas a las que nunca querríamos elegir. Una vez realizadas las elecciones ya no hay nada que hacer hasta que pasen cuatro años, con el agravante de que son los así elegidos los que deciden las leyes, sobre todo las que les afectan a ellos, con lo que se perpetúa un sistema corrupto: la partitocracia.

Por otro lado, ¿qué cualificaciones tienen los políticos? Llevamos ya muchos años sin políticos "de casta" y en manos de indocumentados sin titulaciones superiores o que, si las tienen, nunca han hecho más que medrar en la estructura del partido. Y por supuesto, estos políticos van a rodearse de "asesores" que disimulen sus carencias, asesores cuyas pretendidas cualificaciones estarán en sintonía con las de sus designadores. La partitocracia se adorna con la mediocridad, pero no es su único oropel.

Un gobernante, sea cual sea su nivel, tiene una enorme responsabilidad moral: ha de procurar el bienestar de su pueblo, y ha de hacerlo manejando recursos que no son suyos, que han sido puestos en sus manos para conseguir beneficios sociales. Por desgracia, las normas, escritas o no, de las estructuras de poder otorgan a los políticos una serie de privilegios y prebendas que a muchos deslumbran y las que acaban creyendo tener derecho por su entrega y dedicación, aunque sus conciudadanos pasen estrecheces y necesidades; esta falta de criterio moral es, por desgracia, imperante en buena parte de nuestra sociedad actual, sociedad de la que salen los políticos de turno. La falta de valores, de criterio moral claro, está en la base de toda la crisis que estamos viviendo: su exigencia entre la clase política debería ser mayor que la general de los gobernados, pero impera un relativismo moral, un todo vale, que nos han llevado a encontrar casi normal esta inmoralidad.

Todo sistema normativo se acompaña de un sistema punitivo, destinado a corregir y castigar las desviaciones y con el fin último de evitarlas. Pensemos en algo tan cercano como el tráfico rodado: la educación vial necesita de un sistema sancionador muy eficaz que cubra el largo período formativo, que detecte y sancione a los infractores y que disuada en aquellos casos en los que la formación no ha sido capaz de inculcar los valores; sin este sistema nuestras carreteras serían un infierno. Sin embargo, los políticos que hacen mal su trabajo, que producen daños a la sociedad que con frecuencia persisten durante generaciones, y que a veces incluso se enriquecen con ellos gozan de inmunidad: nadie les pide cuentas, y lo saben; incluso si cambia la orientación política del gobierno, el siguiente se cuida mucho de hacer algo, no sea que luego le acabe tocando a él... Esta ausencia de control de la actividad política añade la guinda del pastel: la irresponsabilidad.

La situación actual no es más que la lógica consecuencia de muchos años de desgobierno con los defectos antedichos. Cuando el pueblo empieza a sufrir el azote de la crisis y se empiezan a generalizar situaciones límite vuelve sus miradas y su ira contra los gobernantes, y éstos se atrincheran en sus castillos, se niegan a perder sus privilegios y utilizan todos sus poderes, legislativo, mediático y policial, para intentar contener la marea que les amenaza. Sería el momento de sentarse a reflexionar y de buscar soluciones a medio y a largo plazo, pero no parece que éste vaya a ser el camino elegido: las posturas se radicalizan, lejos de acercarse.

Pero el miedo está cambiando de lado: ahora son los gobernantes los que empiezan a tener miedo del pueblo, y hacen bien, porque ese pueblo podría haber sido inteligente, educado, tenaz y trabajador si así lo hubieran cultivado, pero en su lugar han cosechado ira, desesperación e indignación, y en todos los niveles y clases sociales. Sí, hacen bien en tener miedo y aunque sea por miedo deberían plantearse un cambio sustancial de sus actitudes, y deberían planteárselo cuanto antes, porque se les acaba el tiempo...