sábado, 6 de julio de 2013

Un viaje a Milán (y VII)

Bueno, toca recoger y volver a Madrid. Hemos decidido coger un vuelo por la tarde para disponer del día y comer en Milán; llegaremos a buena hora y mañana nos dedicaremos a la familia.

La salida del hotel, sin problemas. Tienen muy bien organizado todo y la consigna es estupenda; incluso nos dejan ya pedido el taxi al aeropuerto para la tarde para evitar sorpresas. Paseamos por las calles comerciales, abarrotadas de gente por las rebajas que empiezan hoy; compramos recuerdos y localizamos una chocolatería clásica: Venchi, al lado del hotel Park Hyatt, donde compramos bombones para la familia: no hay sitio para más cosas en las maletas (luego resulta que tienen tienda en el aeropuerto: nos pudimos haber evitado cargar con el peso toda la mañana). Elegimos para comer un restaurante al que no vamos a volver y del que ni siquiera me he quedado con el nombre: es el primero a la derecha nada más entrar en la Gallería. Comida normalita tirando a mediocre, precios altos y trato manifiestamente mejorable.

De vuelta al hotel, sigue la buena atención: consigna estupenda, habitación para rehacer el equipaje con las últimas compras, báscula para comprobar el peso y taxi en la puerta; más que taxi, coche de lujo: un Mercedes último modelo, conductor de traje y corbata, viaje suave y rápido y trato excelente. Y el mismo precio que un taxi "normal": así da gusto ( me recordó a los taxis de Amsterdam).

El aeropuerto de Malpensa, que apenas entrevimos a la llegada, es más cercano y asequible que la T4 de Barajas. Para empezar, nos atendió una persona, una amable señorita que hizo todo en menos de 3 minutos, sin colas ni molestias. El aeropuerto es grande, pero las dimensiones y las distancias son plenamente asumibles. Tomamos el postre en una cafetería y embarcamos puntualmente y sin agobios.

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Y esto ha dado de sí este viaje. Lo necesitábamos mucho para descansar (aunque no hemos parado) y tomar un poco de perspectiva: conocer otras tierras, otras gentes, es la mejor manera de hacerlo, y más en una ciudad tan cosmopolita.

Con todas las reservas de una experiencia tan corta, tengo la sensación de que esta gente es educada, muy trabajadora y muy abierta y tolerante. Su carácter es distinto al de los romanos, un poco más serio sin dejar de ser amable. No se ve apenas miseria por las calles, aunque hay carteles de ONGs que advierten de los riesgos de la pobreza, sobre todo la infantil, y no hemos apreciado problemas de seguridad, aunque hay mucha presencia policial, tranquila, eso sí, y del Ejército controlando los sitios clave, como el Duomo.

Ha sido una experiencia muy bonita y que nos deja con muchas ganas de volver: nos hemos sentido como en casa nada más llegar.

Y se acabó, que el comandante dice que estamos llegando y que apaguemos los chismes electrónicos. En cuanto llegue a casa y tenga red publico las entradas que faltan.

 

Un viaje a Milán (VI)

Una vez terminadas las excursiones vamos a visitar la parte suroeste de la ciudad, menos turística que el resto pero con sitios a priori interesantes. El Metro nos lleva de maravilla y damos pequeños paseos para ir de un sitio a otro.

La iglesia de Santo Ambroggio está dedicada al patrono de Milán. Es una iglesia muy antigua cuyo fundada sobre restos romanos y modifica da a lo largo de los siglos. Tiene un enorme atrio que en su día y hasta que hubo murallas sirvió de refugio a las gentes del lugar. La iglesia en sí tiene tres naves, una central y dos paralelas; es alta y no muy luminosa. Tiene un altar chapado de oro y plata y un muy antiguo baldaquino sobre él; en la cripta se pueden ver los restos del santo.

Tras un corto paseo por la vía Edmundo De Amici llegamos a la basílica de San Lorenzo, edificada sobre los restos de un templo romano y en cuyo exterior se ha dispuesto una columnata romana. La iglesia en sí es de planta circular, muy alta y tranquila e invita a la meditación. En la capilla de San Aquilino se guardan restos, puertas y frescos romanos, así como los cimientos originales y los inevitables restos del santo.

Un corto paseo más y llegamos al barrio del Navigli. Para convertir Milán en un centro de comercio se construyó un red de canales navegables (Leonardo Da Vinci tuvo que ver en su diseño) por la que circularon durante siglos barcazas cargas de materias primas y de productos elaborados; el auge del tren los condenó al olvido y muchos de ellos se cerraron y rellenaron. Quedan, no obstante, unos cuantos canales navegables y en torno a ellos y tras un gran esfuerzo de limpieza y modernización ha crecido un barrio bohemio y una zona de bares y restaurantes que animan las noches de la ciudad. Casi por casualidad damos con un restaurante formidable: el Brellin, situado junto a un pequeño canal y al lado de un antiguo lavadero público. Tiene un jardín precioso, rodeado de vegetación, al lado del agua y con una rumorosa fuente. La comida, deliciosa: ensalada de polo con crudités, una impagable milanesa, pez espada con espárragos verdes y gazpacho, fresas y un exquisito carpaccio de piña con pimienta roja en grano.

Como había tiempo, cogimos el metro y subimos a la zona noreste, a la pinacoteca de Brera. Es un gran, enorme museo de pintura, muy bien ubicado y desarrollado, pero que llega a resultar abrumador, sobre todo si el arte no es lo tuyo. Cenita tranquila en la Gallería y paseo hasta San Babila a coger el Metro: todas las tiendas están abiertas y trabajando porque mañana ¡empiezan las rebajas! Y al parecer son todo un acontecimiento.

 

Un viaje a Milán (V)

En el segundo día de excursiones toca visitar el lago de Como. Es un gran lago, no el más grande, situado a los pies de los Alpes, con forma de "Y" invertida. Vamos a llegar a Como en tren y luego iremos en barco hasta Bellaggio, lo que supone ir del extremo de una de las ramas hasta el centro, y volveremos en autobús. Hay quien recomienda alquilar un coche en Como e ir por carretera, pero esto plantea dos problemas: las carreteras son muy estrechas y sinuosas y requieren toda la atención del conductor, y por otro lado, buena parte del camino discurre entre casas o muros.

El tren está bien: es cómodo, pero para en todas las estaciones, por lo que se tarda una hora en recorrer un trayecto de apenas 25 minutos. Esta vez no hay dudas: para subir al tren hay que pasar por un control electrónico que valida el billete. La estación de Como Lago está muy cerca del muelle, así que el transbordo es rápido y bien coordinado. El lago es inmenso y hasta Bellaggio se tardan dos horas, ya que va parando en casi todos los pueblos. Estos pueblos son pequeños y están pegados unos a otros, sobre laderas muy escarpadas, pero cada uno tiene su hotel, su iglesia con campanario, sus edificios representativos y sus accesos al lago, algunos incluso con playitas; hay un servicio de taxis de agua, algunos muy modernos y otros de diseño retro, de madera brillante y aspecto deportivo.

Llegamos a Bellaggio a la hora de comer, así que elegimos un restaurante al pie del agua, con una vista increíble del lago, las montañas aledañas, el trajín de los barcos y aves de todo tipo que venían a comer con nosotros: patos, córvidos, gaviotas, palomas, descarados gorriones... Luego, a visitar el pueblo: tiene un par calles estrechas que suben a la parte alta; en todas ellas hay comercios de todo tipo donde se pueden comprar desde ropa a figuras de cristal, sin olvidar tiendas de moda a lo largo de todo el paseo del lago. No es Bérgamo, pero tiene su encanto propio, además del entorno. Nunca había estado en un sitio como éste, tan bonito al pie de las montañas.

La vuelta, en autobús: apenas tarda una hora, y sigo sin entender como podía pasar por según que sitios donde parecía imposible que cupieran dos vehículos. Tanto las edificaciones como los habitantes están acostumbrados a vivir en unas laderas empinadísimas y a manejarse en espacios realmente estrechos.

Cenamos de nuevo en la vía Mercanti, pero esta vez los mosquitos nos echaron materialmente antes del postre, así que tomamos un helado en la plaza del Duomo y pudimos contemplar las vidrieras de la catedral iluminadas desde dentro. Hay una gran cantidad de gente y un enorme bullicio, que no parece justificado sdolo por ser jueves. Gran ciudad ésta.

 

viernes, 5 de julio de 2013

Un viaje a Milán (IV)

Hoy toca viajar a Bérgamo, recomendadísimo en todas las guías. Además, el tren sale de la Estación Central, que se encuentra a un paseo del hotel, así que más fácil, imposible... o eso parecía.

Para sacar los billetes hay dos alternativas: una cola inmensa, con número pero lentísima, o las máquinas expendedoras, de manejo nada sencillo y que, por ejemplo, no aceptan tarjetas una vez casi completado todo el proceso. A pagar en efectivo, pues, y al tren, que ya está en la vía. Un buen viaje y al llegar hay que coger un autobús que sube hasta la ciudad vieja, la que interesa conocer. Como en todo este viaje,los billetes se compran no en el autobús, sino en los bares o estancos: carrerita hasta el más cercano. Eso sí, a mitad de la subida vemos el funicular, así que nos bajamos y lo cogemos con el mismo billete, y nos deja en el mismo recinto amurallado.

La ciudad tiene un gran encanto. Es una ciudad muy antigua y sobre todo de factura medieval, situada en un punto estratégico y rodeada por una impresionante muralla. Cualquiera de sus calles te lleva muchos siglos atrás, pero la Piazza Vecchia es algo espectacular: en un espacio muy reducido aparecen casas, el Ayuntamiento, dos palacios, una capilla, una catedral, un oratorio y una basílica, cada una de un estilo y a cual más llamativa. Visitas obligadas: Duomo, Santa María la Maggiore, Palacio, La Roca... y calles, muchas calles empedradas e increíbles. Hay mucha actividad comercial y cultural, y hasta un importante teatro.

Sitios para comer hay muchos, pero nos dimos el gusto de hacerlo en la misma Plazza Vecchia, en La Taberna del Colleoni d'Angelo: un lujo de sitio y una comida increíble.

A la vuelta, pequeño problema en el tren. Resulta que no basta con sacar el billete, sino que hay que validarlo antes de subir al tren. Ciertamente lo pone en el billete, chiquitito para que no se vea, y la validación consiste en meterlo en una máquina que le imprime la fecha y la hora. Nada más que eso: no registra cuanta gente sube al tren ni sirve para nada más. El revisor nos impuso una multa de 5€; extraña que el revisor de la ida no pusiera ninguna pega, pero así son las cosas.

Cenamos en la Gallería, en un pequeño restaurante llamado La Locanda del Gatto Rosso: una carta variada, de muy buena calidad y un servicio esmerado. El punto negro lo puso una familia con dos hijos: unos de unos 5 años y otro de unos 11. El pequeño era un trasto descontrolado y el mayor, simplemente un cerdo: comía con las manos, se pringaba la ropa, dejaba los trozos que no le gustaban encima del mantel y cogía con los dedos la comida del plato de su hermano. Y los padres, a lo suyo y como si no fuera con ellos; el padre bebía a morro de la botella y la madre tonteaba con el móvil. El camarero, un señor donde los haya, se esforzaba en poner un poco de orden de manera exquisita y se le oía exclamar "¡Santa Madonna!". Eso sí: dinero y ostentación, todos.

A pesar de todo, un día fantástico y un viaje muy recomendable.

Un viaje a Milán (III)

Una vez más, los tapones para los oídos han sido unos buenos aliados del sueño. La calle es algo ruidosa, no tanto como era de esperar, y las ventanas son buenas, cosa no habitual. Pero el Metro se nota y mucho, incluso con vibración; afortunadamente, descansa de medianoche hasta las seis.

Hoy toca visitar el castillo Sforza y el parque Sempione adosado a él. El Metro nos lleva de puerta a puerta, así que podemos dedicarle todo nuestro tiempo. De entrada impresionan sus proporciones y su buen estado de conservación, explicado en parte por las muchas reconstrucciones que ha sufrido tras accidentes, explosiones y bombardeos. Tiene una gran exposición museística muy variada: pinacoteca, arte en general, historia militar, instrumentos musicales... todo ello estructurado de una forma amena y que facilita el recorrido, recorrido que se complementa con los caminos y pasadizos del propio castillo. Las diferentes horas del día ofrecen unos cambios de luz muy interesantes de cara a las fotografías: vale la pena volver a pasar por las zonas que más nos hayan gustado para calibrar las diferencias.

Justo detrás del castillo está el parque Sempione, muy grande (47 Ha) y agradable de recorrer hasta su otro extremo, donde está el Arco de la Paz, construido a semejanza del arco de triunfo de Trajano y desde donde se origina el Corso Sempione, un intento de rememorar los Campos Elíseos.

Como quedaban cosas por hacer decidimos comer en un bar cerca de la estación de Cadorna, correcto y lleno de ejecutivos locales y de paso. Aprovechamos para sacar los billetes de pasado mañaña a Como y nos dejamos caer por el Museo Arqueológico, que es donde más restos romanos podemos encontrar. Y ya que está en el Corso Magenta, calle de tiendas y casa nobles, pues a disfrutar el paseo y luego a culturizarnos.

El museo está muy bien diseñado; situado sobre ruinas y al lado de lo que fue una de las torres de la muralla romana, abarca hasta la Alta Edad Media. Eso sí, cazamos un error de bulto en varios mapas: el Ebro está sin nombre y el Ródano está marcado como Ebro.

Como sobraba tiempo volvimos al parque Sempione y subimos (en ascensor, faltaría más) los 108 metros de la Torre Branca, antigua torre de comunicaciones y que ofrece una panorámica completa de todo Milán.

Rematamos cenando de nuevo en la Galería; tendremos que ir probando la mayoría der los restaurantes, ya que el entorno, la atención y la carta los hacen muy recomendables.

jueves, 4 de julio de 2013

Un viaje a Milán (II)

Tras una buena noche y un estupendo desayuno buffet en la terraza del hotel nos disponemos a atacar la catedral del Duomo.

Impresiona su interior, robusto (52 pilares nada menos, uno por cada semana del año) pero nada pesado, muy luminoso y muy, muy grande: es la tercera catedral del mundo en tamaño, por detrás solo de San Pedro del Vaticano y de la catedral de Sevilla. Si quieres hacer fotos tienes que pagar por un brazalete azul que te autoriza a ello, siempre sin flash ni trípode, por supuesto.

Pero lo más espectacular es la visita al tejado, acondicionado para ello y para espectáculos audiovisuales. Es una verdadera jungla de agujas y figuras de piedra, cientos, miles en realidad, y habría que subir varias veces para apreciarlo en todo su valor... en ascensor, claro, que estamos de vacaciones. Gracias al muy buen día que disfrutamos teníamos una panorámica de todo Milán impagable.

La comida, en la galería Vittorio Emmanuelle II, donde hay varios sitios, no baratos pero tampoco prohibitivos, con muy buena atención y platos muy conseguidos. En cualquier caso, tampoco estábamos para buscar mucho, que aún se nota el cansancio. Y ya que nos pilla al lado, una obligada visita al teatro de La Scala, donde recorrimos el museo y pudimos acceder a los palcos, y hasta vimos una obra... en realidad había un montón de obreros, técnicos, grúas y camionetas montando una gran escenografía. Pero es una obra, ¿o no?

Y aunque pillaba algo lejos nos acercamos a la Ca' Grande, enorme edificio que ha albergado desde hospicios hasta hospitales de pobres y que hoy es la sede de la Universidad. Vamos, que a lo tonto hemos andado mucho más de lo inicialmente previsto para el día. Rematamos cenando de picoteo en la vía Mercatori: nosotros cenamos y los mosquitos nos picaron a base de bien. Curiosamente no hemos encontrado mosquitos más que aquí: esperemos que no sea el preludio.

 

martes, 2 de julio de 2013

Un viaje a Milán (I)

Bueno, henos aquí de nuevo, prestos a comenzar otro viaje. Nada de grandes aventuras ni de circuitos largos y complicados: esta vez toca Milán y alrededores, en plan tranquilo, que llegamos a estas fechas con mucho cansancio y mucha sobrecarga por un cúmulo de circunstancias familiares, laborales, sociales... y es cuestión de intentar desconectar y de tomárselo con calma.

Empezamos por el avión, de Iberia y en la T4. Me encanta volar pero detesto viajar en avión: prefiero el tren o, mejor aún, el coche, así que me lo tomo con resignación. Esta vez salimos a las 12, sin necesidad de madrugones pretendidamente para ganar un día: con lo cansado que llegas, lo acabas perdiendo. Ya en Barajas, el primer contratiempo: inmensas colas para los mostradores de facturación anunciados en los paneles, así que resignación... y mucha paciencia, porque al llegar casi a la meta apareció un individuo malencarado que nos ladró que esa cola era para los que ya tenían la pegatina de la maleta y la tarjeta de embarque.

- Y eso, ¿cómo hay que hacerlo?

- Pues en las máquinas rojas, claro.

- Entonces, ¿tengo que abandonar la cola, esperar en la máquina roja y hacer otra cola para facturar?

- Claro.

- ¿Y por qué no lo explican antes?

- ...

Lo peor fue que la señora que me antecedía, francesa ella, no se enteraba de nada, y no hacía más que intentar hacerse entender por el individuo en cuestión, que pasaba de ella olímpicamente. Tuve que traducirle la situación y orientarla.

La verdad es que una vez puestos en el camino correcto, el sistema está muy bien, pero podrían explicarlo. Las otras tres personas con las que hablé, encantadoras, me confirmaron que estaban teniendo muchos problemas por este motivo y que ya lo habían comunicado sin éxito alguno.

Una vez en Milán, muy bien todo. Cogimos un taxi desde el aeropuerto de Malpensa, que no estábamos para arrastrar maletas por el tren y por la calle, llegamos al hotel, salimos a meriendocomer y nos bajamos a la plaza del pueblo, o sea, al Duomo, a empezar a conocer el sitio y hacernos con los transportes. La primera impresión ha sido muy favorable: una ciudad cosmopolita, activa sin agobiar, acogedora, luminosa y aparentemente asequible. Dado que comimos tarde (y bien), decidimos tomar un simple helado para cenar y no demorar el descanso, que arrastramos mucho de antes del viaje.


A la vista de lo leído en las guías (esta vez solo son tres), hay muchísimo que ver y que hacer, lo que unido a nuestra parsimonia y a nuestras ganas de profundizar en los detalles augura que tendremos que volver. En fin, mañana será otro día.