martes, 20 de noviembre de 2012

Sanidad pública, sanidad privada...

Estamos viviendo tiempos muy turbulentos y que afectan a todos los ámbitos de nuestras vidas. De repente, todo aquello que en nuestra inconsciencia considerábamos seguro e inamovible se desmorona y nos enfrenta con nuestros peores temores y todo ha pasado de golpe y sin que nos lo merezcamos ni lo hubiéramos visto venir. Pero, ¿realmente ha sido así? ¿sin avisos ni señales? Si nos empeñamos en sacar agua del pozo sin usar la polea, dejando que la cuerda roce con el brocal, llegará un día en que se romperá y habremos perdido cuerda y cubo de repente ¿De repente?

Lo que ahora se llama pomposamente "estado del bienestar" es una serie de logros sociales que hemos ido consiguiendo a lo largo de muchos años y con el esfuerzo de todos. Y uno de los más importantes es sin duda el cuidado de la salud en sus tres facetas de prevención, asistencia y recuperación, gran logro que supone, sin embargo, un desembolso económico de proporciones gigantescas, y que se encarece día a día por los nuevos descubrimientos y los nuevos tratamientos. Dado que el así llamado Estado no tiene más dinero que el consigue de cada uno de nosotros parece lógico que los que administran esos fondos sean muy cuidadosos, más que si fueran suyos, y que los que los proporcionamos seamos muy exigentes con su gestión y con el control de las cuentas.

Desgraciadamente no ha sido así: los administradores han hecho una mala gestión de los fondos, cuando no los han malversado directamente, y los ciudadanos nos hemos inhibido, nos ha parecido suficiente pagar impuestos y hablar mal del gobierno, castigándole cada cuatro años, y mientras tanto hemos abusado de los servicios públicos en general y en especial de la sanidad.


- No pasa nada, paga el Estado.
- ¡Pero si el Estado no tiene dinero, que son nuestros impuestos!
- No importa:  ¿no ves que lo van apañando cada año?

Y lo que tenía que pasar pasó y llegó la crisis, a todo y también a la sanidad, aunque parecía imposible. Lo que ahora está pasando en Madrid es solo una muestra y no es, por desgracia, un caso aislado. Los profesionales de la sanidad pública con ya una cierta experiencia sabemos perfectamente dónde están los problemas, cuales son las bolsas de ineficiencia y qué remedios hay que poner, pero nadie nos ha preguntado, es más, cuando hemos propuesto soluciones no hemos sido ni siquiera escuchados. Los políticos de turno, sin cualificaciones para ello, están tomando decisiones de gran calado que suponen en la práctica un desmantelamiento del sistema y su venta al mejor postor, con terribles consecuencias a medio y largo plazo.

La sanidad privada tiene como objetivo conseguir beneficios. Es un negocio, tan respetable como cualquier otro, siempre que se tenga en cuenta que la honradez que debe presidir toda transacción comercial debe ser en este caso exquisita, dado el carácter del bien que se trata: la salud. Así entendida, la sanidad privada es una actividad absolutamente legítima y en la que todos conocen y aceptan las reglas del juego. Para ser rentable, esto es para conseguir más beneficios se pueden aumentar los ingresos, captando más clientes o subiendo las cuotas, y se pueden reducir costes utilizando solo los medios más adecuados en cada situción con eficiencia.


La sanidad pública pretende cuidar la salud de la población de forma global, y debe hacerlo con criterios de eficiencia, tanto social como técnica, siendo muy consciente del coste de los procedimientos y ajustándose para reducir el gasto. El objetivo es la eficiencia, no la rentabilidad, pero el problema ha sido el ya mencionado: no importa el gasto, el Estado siempre proveerá. En los últimos años se han visto iniciativas para cambiar este planteamiento dentro del marco sanitario público, pero han sido claramente insuficientes, han llegado tarde y se han encontrado de bruces con la tan temida crisis.

En Madrid estalló la bomba, por sorpresa, al inicio de un largo puente y con unas medidas tan radicales que han conseguido por primera vez unir a todos los sanitarios y a la mayor parte de la población contra sus gobernantes en un tiempo récord y con una fuerza como nunca se había visto. Estas medidas han puesto de manifiesto que la inauguración de hospitales innecesarios, la unificación de toda el área sanitaria y los coqueteos con empresas de sanidad privada para gestionar la sanidad pública no eran simples improvisaciones, sino que obedecían a un plan cuidadosamente estudiado para vender a bajo precio la atención sanitaria a empresas particulares. Y esto es muy peligroso por varios motivos:
  • La sanidad privada persigue obtener beneficios. Como no puede incrementar fácilmente sus ingresos, ya que recibe una cantidad fija por cada persona asignada, su único recurso es disminuir los gastos, pagando menos a menos personal, limitando pruebas y seleccionando solo enfermedades rentables.
  • Para intentar demostrar que la sanidad privada es más eficiente se ha atacado y descapitalizado la sanidad pública, y se han utilizado argumentos falaces e inexactos.
  • La sanidad privada no puede, sabe ni quiere gestionar la sanidad pública, y allí donde lo ha intentado ha fracasado.

¿Qué se puede hacer ante este despropósito? Pararlo como sea, antes de que sea demasiado tarde, ya que las consecuencias de no hacerlo se arrastrarán durante generaciones. Por primera vez se ha conseguido el acuerdo de los médicos entre sí, con el resto del personal sanitario y no sanitario y, lo que es más importante, con la población, que se ha implicado con una presteza y una intensidad como nunca se habían visto. Y una vez parado hay que hacer dos cosas: mantenerse en guardia permanente y, sobre todo, coger de una vez el toro por los cuernos, emprender "desde dentro" un proceso de limpieza y empezar cuanto antes una lucha por la eficiencia en todos y cada uno de los procesos asistenciales de la sanidad pública, basándose en criterios científicos y rigurosos.

De no hacerlo así, solo habremos retrasado un poco lo inevitable.

domingo, 14 de octubre de 2012

Todos somos igual de diferentes.

Los seres vivos compartimos una herencia genética con unos rasgos curiosamente uniformes. Es muy  poco lo que a nivel genético nos separa de las lombrices, y mucho menos aún lo que nos diferencia del resto de los primates; las diferencias entre personas tienen que buscarse  casi a nivel molecular en el ADN. En una fase del desarrollo intelectual aprendemos la diferencia entre "nosotros" y "yo", y empezamos a querer ser únicos, pero siempre con un cierto miedo a la soledad que nos conduce una y otra vez al grupo. Cuesta mucho, y algunos no lo consiguen nunca, superar esta fase de pertenencia grupal.

La astrología pretende que la situación relativa de una serie de cuerpos celestes, observada desde nuestro planeta, y en el momento de nuestro nacimiento predice y condiciona nuestro carácter para siempre. Sonreímos con suficiencia ante los horóscopos, pero podemos caer fácilmente en despropósitos muy similares, y encima estar orgullosos de ellos. Por ejemplo: nacer en un determinado lugar nos hace diferentes de los del pueblo más cercano. No crecer en el pueblo, ojo, sino simplemente haber nacido en él. Y la diferencia entre los dos pueblos puede ser algo tan crucial como el idioma o tan sutil como una frontera geográficamente inexistente dibujada nadie sabe cuando, por quién ni por qué.

El lenguaje es la expresión de la inteligencia humana, y lo materializamos con el idioma. Los diferentes idiomas que los diferentes grupos de seres humanos han desarrollado a lo largo de la historia han supuesto un serio problema para la comunicación a medida que el mundo se ha ido haciendo cada vez más pequeño. A lo largo de la historia ha sido necesario disponer de un idioma común que permitiera el entendimiento entre diferentes pueblos según se iban diluyendo las fronteras y cada vez tomábamos más conciencia de nuestra situación real como pasajeros de una gran nave que se desplaza por el espacio a velocidad de vértigo, todos y cada uno de nosotros.

Sin embargo, y quizá por ese miedo atávico a la soledad personal, estamos asistiendo a una vuelta atrás hacia planteamientos propios de hace siglos: soy diferente (léase mejor) porque nací aquí, tengo un idioma propio (y mejor) que los del pueblo de al lado, y quiero seguir así para siempre. No quiero mantener unas tradiciones que amo y deseo que perduren, no: quiero que nada cambie en mi reducido mundo y haré lo que sea para que así ocurra, contra viento y marea... y contra lo que haga falta. Al principio causa sorpresa este planteamiento, pero en cuanto se lleva a la práctica lo que da es miedo. Miedo porque lo diferente se ve como malo y se margina en el mejor de los casos o hasta se ataca en cuanto se decide que es el enemigo. Miedo porque supone un paso atrás en la evolución lógica de un mundo cada vez más global. Miedo porque es campo abonado para que los radicalismos campen por sus fueros y para que la violencia haga acto de presencia. Miedo porque ha pasado antes, no hace tanto ni tan lejos de nosotros, y no aprendemos.

Cada uno de nosotros es único y diferente, y la inmensa mayoría tiene algo que aportar. Cierto que hay fanáticos, integristas, psicópatas... pero la gran mayoría de las personas solo quiere vivir y dejar vivir, en armonía y con la mayor felicidad posible. Es precisamente esta diversidad, esta diferencia, lo que más nos enriquece; empeñarnos en conservar la así llamada "pureza" de lo que sea supone cerrar la puerta al progreso, estancarse o, lo que es peor, retroceder. Y esto lleva, más temprano que tarde, a la extinción, con lo que se consigue el efecto contrario al que se pretendía.

Solo las grandes obras, las grandes ideas, culturas y tradiciones han soportado el paso de los siglos, manteniendo válidos sus planteamientos incluso en estos tiempos tan convulsos. ¿Queremos que "lo nuestro" siga este camino? Pues apliquémonos a mejorarlo, a engrandecerlo, a liberarlo de ataduras: hagámoslo universal en vez de local y entendamos de una vez que lo que hace grande al ser humano en su conjunto son precisamente todos y cada uno de los seres humanos, todos igual de diferentes.

Escrita, como todas las entradas de este blog, para mí pero pensando en Manuel, @alborocio enTwitter.

martes, 2 de octubre de 2012

La salud no tiene precio... pero es muy cara.

Hace ya unos cuantos años, más de veinte, cuando empecé a darme cuenta de la realidad de la sanidad pública, empecé a considerar y a hacer partícipes a mis conocidos de los problemas de un sistema sanitario universal y gratuito. Eran tiempos de vacas gordas y se actuaba y se gastaba con una preocupante alegría, con el convencimiento de que fueran cuales fueran los resultados, el Estado cubriría los gastos. No parecía muy lógico, pero era lo que había y cualquier advertencia en ese sentido caía en saco roto.

La consejería de sanidad de cierta comunidad autónoma distribuyo unos carteles por todos los centros sanitarios. Se mostraban una serie de conocidas tarjetas de crédito: "Con esta tarjeta puedes comprar un vestido". "Con esta tarjeta puedes comprar un coche". "Con estas tarjeta puedes ir al cine"... y terminaba con una tarjeta sanitaria: "Pero solo con esta tarjeta lo tienes todo por nada, ya". Se pueden sacar muchas conclusiones, empezando por el concepto de compra a crédito, pero la última frase transmitía un mensaje que reforzaba lo que muchos pensaban: que la sanidad era gratis, que ya la tenían pagada con los descuentos de la nómina. Y si se decía esto era porque realmente los responsables políticos así lo creían.

Un par de años antes, un recién nombrado gerente de un gran hospital de otra comunidad tuvo la ocurrencia de entregar a los pacientes que se iban de alta tras operarse una factura marcada "pagado", para que fueran conscientes de lo que había costado su intervención. Ni que decir tiene que fue fulminantemente cesado.

Otra joya de entonces: los presupuestos compartimentados en partidas. Casi todos los años se compraban sillones, sillas y mesas, a pesar de que los que había podían aguantar perfectamente un par de años más. La razón era que si no se gastaba la cantidad asignada,  se minoraría del presupuesto del siguiente año.

- Pero, ¿no se puede destinar ese dinero a otras partidas deficitarias?
- De ninguna manera: son partidas diferentes y no se pueden pasar fondos de una a otra.
- ¡Pero el dinero sale del mismo sitio, o sea, de los impuestos de todos!
- Es lo que hay. ¿Cuantas sillas te apunto?

Y una conversación de madrugada, tras un laborioso accidente de tráfico, con el entonces gerente, también cirujano (es lo que tienen los hospitales pequeños):

- Dentro de 15 años se jubilan unos 10.000 médicos.
- Y en las facultades de medicina se nota un bajón de matrículas, por cierto.
- No nos quedaremos sin médicos, ¿verdad?
- Hombre, faltan 15 años: tiempo tenemos para remediarlo.

Ahora, en momentos de crisis, se mira todo con lupa y se busca la manera de ahorrar, también en sanidad. Lo malo es que lo único que se les ocurre a los gobernantes y gestores es recortar o, lo que es peor, privatizar la sanidad pública, bien "externalizando" una serie de actividades, bien adjudicando directamente nuevos hospitales a empresas privadas- ¿De verdad no hay otra forma de hacerlo? Los profesionales que trabajamos desde hace muchos años en este sector sabemos perfectamente de dónde se podría ahorrar de forma eficiente, científica y, sobre todo, sostenible, pero nadie nos pide consejo. Ítem más: si lo damos, nos ignoran.

Hace muchos años, el estado de Oregón plasmó la situación de su atención sanitaria en el llamado Plan Oregón. Un grupo de trabajo compuesto por políticos, gestores profesionales, sanitarios, representantes sociales y ciudadanos definieron una lista de problemas de salud ordenados por criterios de relevancia para la sociedad; esta lista se actualiza de forma periódica según se solucionan los problemas o aparecen otros nuevos. El segundo paso es determinar los fondos públicos disponibles para sanidad y de acuerdo con ellos se financian los diferentes problemas hasta que se acaba el dinero. ¿Queremos financiar, por ejemplo, una campaña de vacunaciones contra el papiloma? Hay dos alternativas: modificamos el orden de la lista o subimos los impuestos, pero poniéndonos todos de acuerdo, ya que el dinero es el que es y los problemas son los que son, y no hay más cera que la que arde.

Igual que aquí, vamos.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Ciencia, superstición, pseudociencia y estafas

Desde el principio de los tiempos el ser humano se ha tenido que enfrentar al medio que le rodeaba para poder sobrevivir en él. Esto implicaba conocer y entender unas cuantas cosas: las hierbas comestibles y las venenosas, las costumbres de los animales que cazaba o que le podían cazar, los ciclos de las estaciones, la fabricación y utilización de utensilios y ropas de abrigo... Poco a poco, la sociedad humana se fue complicando: se alcanzaron logros técnicos y sociales que hacían difícil que una sola persona pudiera abarcar todo el conocimiento, pero tampoco era ya necesario, ya que cada uno se desempañaba en su actividad y recurría a otros para solucionar problemas que requerían otros conocimientos.

La cantidad de conocimiento y la prolijidad y complejidad del mundo actual son realmente abrumadoras y resulta difícil siquiera asomarse a ellas. Y lo que es peor: se puede vivir sin apenas conocimientos, aunque quizá sea más apropiado llamarlo "pasar por la vida". Como indefectiblemente todos nos acabaremos enfrentando a situaciones que escapan a nuestra comprensión surgirán varias maneras de enfrentarse a ellas, sin olvidar la más utilizada: ignorarla, esperar que no nos afecte, reclamar a voces la ayuda a la que creemos tener derecho y lamentarnos amargamente cuando las consecuencias nos arrollan ¿No suena familiar? A la hora de manejar  el mundo que nos rodea, y sin entrar en temas de creencias o religiones, nos encontramos con dos protagonistas: la ciencia y la superstición,  con una desvergonzada insatisfecha: la pseudociencia y con una intrépida oportunista: la estafa.

La ciencia pretende conocer y explicar la realidad mediante el método científico, esto es, utilizando criterios objetivos, mensurables y repetibles, y sirviéndose para ello de todas las herramientas físicas y metodológicas a su alcance. El científico debe ser rígido en el método, humilde en la ignorancia, abierto a los avances, respetuoso con los que disienten honradamente de sus apreciaciones e inflexible con los que intentan imponer ideas arbitrarias. Es la ciencia la que ha permitido el avance de la humanidad, aunque el debate moral sobre muchas de sus facetas siga y deba seguir abierto para que no todo lo que sea técnicamente posible se lleve a cabo sin medir las consecuencias ni valorar si es moralmente aceptable.

La superstición comprende una serie de creencias y procedimientos que tuvieron un papel importante para aliviar el miedo a lo desconocido y la angustia vital de todo ser humano en épocas en las que la ciencia no existía o no podía dar repuestas. A medida que avanzamos en el conocimiento,  las supersticiones deberían ir simplemente desapareciendo, pero es realmente curioso que muchas de ellas pervivan y, sobre todo, que proliferen en tiempos convulsos. Creer que una particular disposición de ciertos astros vistos desde un determinado punto del espacio en el momento del nacimiento de una persona pueden determinar su carácter y predecir sus acciones es muy difícil de entender, pero los periódicos de todo el mundo siguen publicando a diario los horóscopos. Otro tanto podríamos decir de la numerología, las cartas y otros medios de adivinación.

La pseudociencia aparece cuando se intenta justificar una metodología sin base científica con argumentos pretendidamente científicos, argumentos que no resisten un análisis riguroso pero que atraen a los incautos y les hacen confiar. Sus efectos son aleatorios y muchas veces dependen de las esperanzas puestas en ellos por los que utilizan estos procedimientos. Y lo pero es que llegan a convencer a ciertos científicos, que llegan a avalarlos: pensemos en cursos impartidos en colegios profesionales y en cátedras ¡de homeopatía!, que para nuestra vergüenza existen en España. Este pretendido barniz científico hace que la pseudociencia sea especialmente peligrosa.

Pícaros y estafadores han existido desde que el hombre decidió vivir en comunidad. En los tiempos modernos asistimos a un auténtico bombardeo de "soluciones" increíbles: dispositivos que por su sola proximidad a una tubería descalcifican el agua, artilugios que aprovechan los picos de corriente que pagamos y no utilizamos, estimuladores de diversas funciones corporales mediante colocación de parches en las zonas más insospechadas de nuestra piel... son solo algunos ejemplos. ¿Cómo es posible que alguien pueda creer nada de esto? La respuesta es muy triste: la falta de una adecuada educación básica hace a los pueblos vulnerable a charlatanes que intentan enriquecerse a costa de la ignorancia de los principios básicos de la ciencia que todos y cada uno de nosotros deberíamos haber recibido y que, si bien pueden haber estado dormidos mucho tiempo, se manifestarían de inmediato como una alarma.

No se trata de imponer nada a nadie: cada cual puede escoger su manera de enfrentarse a la vida, pero es exigible una mínima coherencia con la elección.  No es de recibo que se pretenda implicar a un científico en planteamientos pseudocientíficos o en que de por buenas ciertas supersticiones. Tampoco se trata de declarar un vencedor en esta competición, pero no deja de resultar llamativo el empeño de las otras tres en que la ciencia acepte y sancione sus conclusiones. Por algo será.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Profesionales, políticos y periodistas

Las redes sociales están propiciando un curioso cambio de mentalidad en lo que se refiere a la información. En muchos casos, la red es un almacén de datos y esto a veces se confunde con información: solo hay que ver la confusión que crea en los pacientes que buscan sus síntomas en Internet. Sin embargo, las redes sociales pueden ofrecer no solo opiniones, sino datos en tiempo real y no manipulados, datos con los que uno se puede formar su propia opinión y darse cuenta de lo que realmente está pasando.



Es preciso ser muy cauteloso cuando lo que se está leyendo puede tener una importante carga ideológica o simplemente personal, pero es innegable que las redes sociales han supuesto un cambio en la generación, difusión e interpretación de la información, y muchos periodistas y estudiantes de periodismo han comenzado a alertar sobre el "peligro" de una información no filtrada por ellos. Cualquiera, dicen, puede creerse periodista solo por grabar y difundir unas imágenes con la cámara de su teléfono móvil, y esto, siguen diciendo, atenta contra la veracidad de la información. Determinar qué es verdad o cuan veraz es una noticia no es patrimonio exclusivo de nadie, y cada uno de nosotros es responsable de que sus opiniones estén realmente bien informadas. Veamos un ejemplo práctico.


Desde hace muchos meses, los bomberos de la Comunidad de Madrid vienen denunciando en la redes sociales irregularidades en la gestión tanto de la prevención como de la extinción de incendios, en forma de recortes de personal y de material, prolongaciones de jornadas, bajadas de sueldo y represalias contra los que osan denunciar la situación. Ofrecen datos a diario sobre la cobertura de los diferentes parques y alertan cuando se incumplen los mínimos, población por población. ¿Es fiable esta información? Para comprobarla, basta darse una vuelta por uno de estos parques y hablar con los implicados, pero incluso sin llegar a esto llama la atención la precisión de los datos aportados, su actualización diaria y, por si quedasen dudas, las respuestas de los responables políticos. Los bomberos son profesionales de muy alta cualificación, con un trabajo de gran responsabilidad y que conlleva un riesgo para su vida y su integridad física en cada una de sus actuaciones.

Sin embargo muy poca de esta información llega a los medios de comunicación y cuando lo hace llega sesgada. Una vez conocidos los datos podemos recorrer los medios de comunicación digitales, escuchar la radio o ver la televisión, y nos daremos cuenta de que, o no se menciona nada, o se hace de forma parcial cuando no directamente interesada. Dicen que no es noticia: parece más importante constatar mediante una ronda de corresponsales que en el mes de agosto y en España hace calor, o mejor aún, que estamos en alguna de las coloreadas alertas climatológicas que tan bien suenan. La noticia salta cuando ocurre una catástrofe: solo entonces es posible que algún periodista desempolve las advertencias de los profesionales sobre la disminución de personal y de medios, pero si esto ocurre no tarda en aparecer el político de turno con justificaciones peregrinas y cifras huecas, cuando no con ataques directos a la profesionalidad y dedicación de los implicados.

Este verano está siendo especialmente prolijo en situaciones de este tipo: incendios forestales con denuncias previas de ahorro en medidas de prevención y limpieza de montes, incendio en domicilio con tan solo dos bomberos para hacerle frente, declaraciones pretendidamente ofensivas (porque no ofende quien quiere, sino quien puede) de politiquillos cuestionando la profesionalidad de quienes han acudido de forma voluntaria a ayudar a sofocar un incendio, anuncio de despidos en brigadas forestales, apertura de expedientes por hacer público un video sobre una dramática actuación en una accidente ferroviario difícilmente explicable... y todo ello en un clima de despilfarro y de cruce de acusaciones entre las diferentes administraciones responsables de actuar o coordinar las actuaciones. La última noticia, por el momento, en la Comunidad de Madrid es que ya no se incumplen los mínimos ¡porque se han bajado dichos mínimos!

Sin embargo y a pesar de todo, los bomberos siguen haciendo su trabajo y jugándose la vida. Denuncian, pero se aplican a su labor apretando los dientes como los grandes profesionales que son, sabiendo que cuentan con el reconocimiento de la población a la que sirven, y sueñan con el día en que los periodistas se limiten a hacer reportajes de relleno sobre su trabajo porque sus jefes y gestores, conscientes por fin de la importancia de su labor, se han preocupado de proporcionarles los medios necesarios para llevarla a cabo con eficiencia y con el mínimo riesgo para sus vidas. Y mientras ese día llega, sabemos que podemos contar con ellos pese a todo.

domingo, 5 de agosto de 2012

Privatizar

La privatización de empresas públicas está dando titulares de prensa casi a diario, y no para bien. Los trabajadores de dichas empresas protestan de forma enérgica por lo que consideran un peligro tanto para la función que realizan como para la estabilidad de sus propios puestos de trabajo. La pregunta es inevitable: ¿funcionarían mejor o simplemente bien esas empresas en manos privadas? Y aunque así fuera, ¿es razonable poner en manos de una sociedad privada una parte estratégica del Estado?

El objetivo de cualquier empresa es obtener beneficios y ganar dinero. Esto se puede hacer de forma sensata y con la idea de beneficiarse sin sobrepasar ciertos límites, procurando que todos los implicados ganen, o se puede plantear como una auténtica guerra en la que prime el beneficio inmediato y sin importar lo que pueda ocurrir a los demás, al medio ambiente o a generaciones futuras. Esta falta de ética empresarial es el factor más importante de la presente crisis mundial, y, lejos de ser una idea romántica, la ética será lo que determine no solo la salida de la crisis, sino la manera de plantear el progreso en los años venideros.

Las empresas públicas surgen para dar respuesta a necesidades básicas de la población: suministro de agua o electricidad, comunicaciones, sanidad, educación... La idea es que puedan realizar sus funciones sin depender de si obtienen o no beneficios, ya que trabajan en unos campos fundamentales para el funcionamiento de la sociedad. La no dependencia de la obtención de beneficios es, sin embargo, una situación peligrosa porque lleva a pensar que no importa ni lo que se haga ni como se haga, ya que el Estado siempre proveerá, y porque al frente de dichas empresas pueden situarse personas sin experiencia y sin un interés real en hacer bien las cosas, que juegan con dinero ajeno y sin arriesgar absolutamente nada. Precisamente por ser dinero de todos deberían extremarse los controles y, lo que es más importante, los directivos de dichas empresas públicas deberían tener una firme base moral a la hora de tomar cualquier decisión.

Con una situación de crisis se hace imperativo conseguir dinero como sea, y lo primero es disminuir las pérdidas. El problema es que se tiene aquello por lo que se paga, y si el reponsable de una empresa pública es una medianía, difícilmente va a poder ahora mejorar los balances. ¿Qué nos queda? Vender la empresa, privatizarla, para cortar la sangría y obtener un beneficio inmediato. Resulta obvio que si alguien compra esa empresa persigue el objetivo básico de ganar dinero con ella, bien por gestionarla como es debido, o bien por ajustar ingresos y gastos, y esto último puede repercutir negativamente en el servicio prestado, así que es imperativo que el Estado conserve un cierto grado de control. Pensemos en los problemas que se pueden plantear por un corte de suministro eléctrico, por ejemplo.

La sanidad es un caso un poco especial dentro de las empresas públicas, porque abarca tres áreas muy diferentes entre sí: prevención, tratamiento y recuperación / cuidados. La empresas privadas que se dedican a la sanidad quieren ganar dinero, como es lógico, y su objetivo es la enfermedad rentable, esto es, aquella que se puede diagnosticar con un mínimo de medios y cuya resolución se espera en un corto periodo de tiempo; para conseguir beneficios ajustan muy bien los ingresos (pólizas, cuotas...) y los gastos (material, personal...). Desde este punto de vista no hay nada que objetar; es más, la sanidad privada puede ser un complemento de la pública en casos muy concretos de falta de medios o de tiempos de espera prolongados. El problema surge, como está pasando en estos momentos en Madrid, cuando se intenta que la sanidad privada asuma las funciones de la pública: la prevención solo es rentable en los muy concretos casos en que puede evitar un tratamiento costoso, y la recuperación y los cuidados no son rentables jamás para empresas de estas características.

En Madrid se está hipotecando la salud de varias generaciones porque se han tomado como ejemplo los resultados de una empresa sanitaria privada, por oposición a los de la sanidad pública, concediéndole a aquella la gestión completa de varias áreas de salud y dándole para ello unos privilegios de los que nunca han gozado los hospitales públicos. La salud es difícil de medir, ya que la prevención y los cuidados dan frutos poco tangibles y, sobre todo, a largo plazo, y como lo que se persigue es el beneficio inmediato antes de las siguientes elecciones, es mucho más vistoso inaugurar un hospital innecesario que potenciar otro ya existente; además, se retira plantilla del segundo, se cierran camas y se "demuestra" que el privado funciona mejor, en un ejercicio de cinismo insuperable, coronado por públicas alabanzas a sistemas sanitarios como el norteamericano. Resultan inquietantes en este escenario informaciones sobre la presunta participación de políticos y familiares de políticos precisamente en estas empresas sanitarias.

Es obvio que las empresas públicas deben estar muy bien gestionadas, que las que pueden conseguir beneficios deben hacerlo y que las deficitarias tienen que moverse en unos límites muy definidos y siempre dentro de la mayor eficiencia posible. Caer en la tentación fácil de privatizar es muy peligroso a corto plazo y catastrófico a la larga, y lo peor es que los reponsables de ello quedarán impunes, como siempre, y lo sufrirán los más vulnerables y desfavorecidos. Como siempre.

martes, 31 de julio de 2012

La que nos está cayendo: el pueblo soberano.


La clave de todo sistema político participativo es el pueblo. En él reside, al menos sobre el papel, la soberanía, y por ende la capacidad de decidir. Sin embargo, vemos a diario ejemplos de gobierno negligentes y absurdos, cuando no flagrantemente ilegales, y da la sensación de que nada importa, que los gobernantes tuvieran patente de corso para hacer lo que les viniera en gana y sin tener que dar cuentas a nadie. En otros países se ejerce un mayor control sobre la función pública ¿cómo es posible que en España se destapen escándalos a diario... y no pase nada?

En primer lugar, somos muchos y muy diferentes. Cuando se piensa en lo que ha pasado en Islandia y se pone como ejemplo de un pueblo que rechaza y castiga a gestores y gobernantes corruptos o ineficaces se corre el riesgo de intentar extrapolar aquí esa situación. Ya solo el número de españoles hace muy complicado emprender acciones eficaces (aunque las redes sociales se están revelando como una herramienta de información y convocatoria formidable), a lo que hay que sumar unos "nacionalismos" absurdos en pleno siglo XXI por muy antiguos que pretendan ser, y que solo contribuyen a debilitar la unión mediante el enfrentamiento.

La cultura en sentido amplio nunca ha sido una prioridad, y ahora mucho menos. Se fomenta y se busca el éxito fácil, la satisfacción inmediata, el "todo vale y nada importa". Y un pueblo sin cultura ni valores definidos es presa fácil para un sistema político que solo aspira a perpetuarse, con una u otra cara. A los que intentan planar cara se les echa encima toda la maquinaria del estado, informativa, legal y hasta físicamente represiva.

Al amparo de la "legitimidad" de las urnas, la clase política se ha ido rodeando de una serie de prebendas absolutamente injustas y desproporcionadas. Ya comenté en una entrada anterior la necesidad de contar con políticos adecuadamente cualificados; además, es necesario que el sistema ofrezca muy pocos atractivos para los que pretenden enriquecerse con él. Se puede hablar de una remuneración acorde con la responsabilidad del cargo y de la posibilidad de retomar el trabajo anterior una vez terminada la legislatura, pero nadas más. ¿Por qué se consiente que los políticos se autoconcedan subidas salariales, exenciones fiscales, dietas absurdas y pensiones escandalosas y sin haber cotizado lo mismo que cualquier otro español?

Y hay otras muchas cosas que no se entienden: estructuras ineficaces como el senado, que ningún partido acepta eliminar, posibilidad de que no gobierne el más votado por acuerdos oscuros y sujetos a intereses que nada tienen que ver con el bien común, sistemas electorales que penalizan a formaciones más votadas por la decisión de aplicar un sistema de "compensación" de diferencias, listas electorales cerradas... situaciones todas que cuando se denuncian tropiezan con un muro político protegido por una serie de "razones" que van desde la exposición de las dificultades que supondría un cambio hasta la amenaza de estar atacando el "orden constitucional" (?)


Todo este sinsentido puede contemplarse como un excelente tema de tertulias y charlas de café cuando la situación general de un estado es básicamente buena, lo que revela en cualquier caso una trementa inmadurez de todos los implicados. Pero en tiempos de crisis tan graves como la que estamos viviendo, estas cuestiones pasan a ser temas muy candentes, capaces de estallar en cualquier momento y de dar lugar a situaciones de violencia y desorden públicos como ya se han visto en países denuestro entorno. Lejos de darse por enterados, los políticos de todo signo se hacen fuertes en sus baluartes y defienden sus prebendas a capa y espada mientras los más desfavorecidos sufren en propia carne las consecuencias de su incompetencia.


Cuando ya no se tiene nada que perder se corre el riesgo de llegar a situaciones extremas y sin vuelta atrás. Cualquier gobernante con dos dedos de frente, aunque carezca de preparación y de valores morales, debería darse cuenta de ello y empezar a actuar en consecuencia. En un sistema ideal, el gobernado confía en el gobernante y ésta actúa con plena consciencia de esta confianza; en un sistema corrupto se utiliza el miedo en todas sus formas y matices. La cuestión es que ahora empiezan a ser los gobernantes los que temen al pueblo soberano, y hacen bien.

jueves, 26 de julio de 2012

La que nos está cayendo: el sistema.

Dentro de un sistema democrático tienen que establecerse unos cauces de participación, de control y de organización de las diferentes instituciones y servicios que forman el Estado. En algunos países, España entre ellos, hay una serie de admistraciones locales más o menos independientes (länder en Alemania y Austria, estados en Norteamérica, autonomías en España...) con normativas  y elecciones propias, lo que convierte el sistema democrático en una organización terriblemente compleja, difícil de coordinar y a veces imposible de gobernar. Enfrentarse a ella es tarea muy compleja: ya lo es solo el intentar entenderla.

Los partidos políticos no son la base del sistema democrático: la base es el pueblo soberano que elige quien y cómo le ha de gobernar. En la transición tardía se blindaron las condiciones de funcionamiento de los recién nacidos partidos políticos a fin de evitar una vuelta atrás. Sin embargo, se les dieron una serie  desmedida de prebendas: elección del CGPJ sólo por las cámaras, consejos de administración de las Cajas de Ahorro, financiación por múltiples vías a partidos y sindicatos, creación de muchos nuevos organismos, funcionarios directivos  que dependen sobre todo de sus relaciones personales y políticas, facilidad de jueces y fiscales  para circular por la política,  creación de 17 administraciones autonómicas... Todo esto creó un monstruo voraz e intratable que ha consumido recursos de una manera desaforada y ha despertado un gran recelo ente la población.


La propia estructura interna de los partidos impide que las personas que los dirigen o que concurren a unas elecciones sean  directamente designadas por las bases, a diferencia de lo que ocurre en otros países con legislación muy clara al respecto y en cuyos partidos sí tiene lugar una auténtica competencia interna basada en los méritos y matizada por la honorabilidad; recordemos un caso reciente de dimisión de un ministro al descubrirse que había copiado su tesis doctoral, algo impensable en España, donde no dimite casi nadie (y donde hay pocas tesis doctorales en estos escenarios).

El sistema de listas cerradas es el colofón de esta estructura inabordable. Hay que votar a una lista, gusten o no alguno de los que la componen y sin alternativa posible. Sería interesante llegar a saber cuantos de los diputados o senadores lo son solo por estar en una lista cerrada, y que nunca hubieran salido elegidos (ni gozado de privilegios pagados, precisamente, por los votantes) de ser otro el sistema electoral.

Y una vez consumada la elección, hay que esperar cuatro años para intentar cambiar de nuevo la situación, con muy poco margen de maniobra. Durante este tiempo, la posibilidad real de exigir el cumplimiento de las promesas electorales o responsabilidades a quienes no cumplan con las funciones que les han sido asignadas es prácticamente nula.

El sistema democrático español es paradójicamente muy poco participativo y propenso a autoperpetuarse y a corromperse, ya que los políticos, por el mero hecho de serlo, tienen potestad  sobre la economía, la justicia, los servicios públicos... y no suelen hacerlo bien. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se tolera? La clave está en la ciudadanía, que, hasta ahora por lo menos, ha consentido esta situación. Hablaremos de ello en la próxima entrega.

domingo, 22 de julio de 2012

La que nos está cayendo: los políticos.

Hace ya unos meses y una legislatura un amigo alemán se sorprendía de la virulencia de los ataques y las burlas contra unos ministros españoles. Los políticos de tal calado, decía, deben ser personas muy preparadas, de reconocida solvencia, con una demostrada voluntad de servicio y con una integridad a toda prueba, por lo menos en la esfera política. Cuando se le explicó que aquí teníamos ministros sin oficio ni beneficio, que no contaban con estudios superiores ni habían trabajado nunca, que gozaban de prebendas obscenas y que sabían que si aguantaban el tirón de un par de legislaturas tenían la vida resuelta, no daba crédito.

Para ejercer cualquier profesión es imprescindible contar con preparación, experiencia, voluntad y honestidad; sin no se dan estos requisitos es muy arriesgado ponerse en manos de cualquier profesional. Y cuanto mayor sea la responsabilidad o la importancia del objeto de la profesión, mayor será el nivel de exigencia. Entonces, ¿cómo es posible que a los políticos no se les exija nada? Examinemos cuales deberían ser las condiciones para ostentar un cargo político.

Un político debe tener formación, de mayor nivel cuanta mayor sea su responsabilidad. Un ministro debe tener al menos una carrera universitaria, que debe tener relación con la cartera de la que se ocupa. Resulta incomprensible que quien ayer fue ministro de sanidad lo sea hoy de fomento y se baraje en un futuro su cargo en educación. Y debe hablar, por lo menos, inglés, una carencia absolutamente incomprensible en este mundo global del siglo XXI. Podría plantearse que ciertas administraciones locales, con menores necesidades, podrían suavizar un poco esta condición

Un político debe saber ganarse la vida fuera de la política. Tiene que tener, haber ejercido y haber vivido de su profesión un mínimo de cuatro años antes de plantearse su candidatura. La política puede ser un paréntesis en su vida laboral, pero nunca un refugio, ya que está en ella para servir a los demás y no para servirse de ellos. En este contexto podía plantearse un pequeño privilegio: que pueda retornar sin problemas a su trabajo previo una vez se haya cumplido su mandato.

Un político debe tener un patrimonio propio que le haga inmune a intentos de soborno, y este patrimonio debe ser conocido y monitorizado antes, durante y hasta diez años después de terminar su etapa pública. Esta condición le hará, además, especialmente cuidadoso con los fondos que maneja, ya que precisamente por no ser suyos está obligado  a ser exquisitamente ahorrador tanto en tiempos de abundancia como en carestía.

Un político tiene que tener muy claro que es un servidor de su pueblo y no un tirano, que su pueblo puede pedirle cuentas en cualquier momento y que su paso por la política es algo temporal. Del mismo modo, tiene que saber que sus actos y decisiones van a tener  consecuencias y que deberá responder por ellas exactamente igual que cualquier otro ciudadano, ante la ley y la opinión pública, y no solo en la arena política.

Un político debe tener formación moral y ética. Una buena parte de los problemas que arrostramos ahora tienen su origen en conductas amorales, además de delictivas en muchos casos. Y ya que estamos en ello, su comportamiento debe ser ejemplar y educado, no tanto para servir de modelo como para reflejar con ello de manera pública sus valores y sus principios.


 Estas condiciones deben entenderse también exigibles a todos los cargos de responsabilidad designados por los políticos. Llegados a este punto es obligado plantearse por qué estas condiciones no se dan y cómo es posible que se mantenga la aberrante situación actual. El sistema político imperante tiende a favorecer situaciones realmente absurdas y malvadas, y por ello será objeto de análisis en la próxima entrada.

viernes, 20 de julio de 2012

La que nos está cayendo: introducción.




En esta era de la información, el exceso de noticias nos está haciendo polvo. Es realmente complicado mantener la cabeza fría y no dejarse llevar, bien por el desánimo, bien por la furia irracional, y ninguna de estas dos opciones contribuyen precisamente a la paz de espíritu. Además, es difícil sustraerse a la tentación de tomar partido, bien sea por simpatías hacia los unos,  por rencor hacia los otros o por afinidades de cualquier tipo. Intentemos parar un momento y reflexionemos sobre los problemas reales, sus causas y sus consecuencias.

Vivimos en sociedad y esto implica una serie de renuncias y servidumbres personales encaminadas a conseguir una serie de ventajas. Delegamos trabajos y responsabilidades en otras personas o instituciones a las que compensamos económicamente por ello, y a cambio les exigimos resultados en tiempo y en forma, una adecuada respuesta ante los problemas y una correcta administración de los recursos que para ello les damos. Pensemos por ejemplo en el administrador de nuestra comunidad de vecinos: le pagamos para que lleve a cabo una serie de gestiones básicas y para que de respuesta a los problemas que van surgiendo. Si su desempeño no es el correcto  o si nos cobra más que otro igualmente eficaz podemos decidir cambiarlo, y lo hacemos, porque afecta de forma directa y palpable a nuestro bolsillo.

Con los dirigentes políticos debería ser también así, ya que manejan nuestro dinero y nuestra confianza;  sin embargo, esta casta ha crecido tanto y se ha rodeado de un entramado burocrático y de unos órganos de poder de tal calibre que solo pensar en enfrentarse al sistema da miedo. Y es precisamente este miedo lo que nos impide pedirles cuentas de sus actuaciones: preferimos quejarnos cuando las cosas van mal. Somos muy dados a la crítica particular o con los amigos y muy poco dispuestos a controlar sus actuaciones,  y proponer su relevo cuando vemos que las cuentas no salen.

Lo que conocemos como democracia tiene su origen en la antigua Grecia, en la que un grupo de privilegiados se reunían y tomaban decisiones por mayoría, mientras el pueblo llano y los esclavos hacían el trabajo. La revolución francesa intentó recuperar este espíritu y aplicarlo a una sociedad convulsa, y su evolución nos ha traído al estado actual. La democracia es, posiblemente, el menos malo de los sistemas de gobierno, pero solo si existe una auténtica implicación de todos, gobernantes y gobernados, y en todo momento, no solo en las crisis o en los periodos electorales. En caso contrario se convierte en un sistema perverso y propenso a la corrupción y la ineficacia.

El sistema democrático se basa en las decisiones de la mayoría. Este aparentemente simple concepto tiene implicaciones de gran alcance: esta mayoría debe estar cualificada para tomar una decisión, esto es, debe contar con información, debe ser capaz de contrastarla, sopesar pros y contras, tomar por fin una decisión, comprometerse con ella, controlar su eficacia y estar dispuesta a cambiarla si los resultados o las circunstancias así lo aconsejasen.

De todo esto se desprende que no todos podemos opinar con auténtico conocimiento de causa sobre todos los temas, porque no los comprendemos, no queremos molestarnos, no tenemos tiempo ni estamos dispuestos a ejercer el control necesario sobre su ejecución, y aquí viene la primera perversión: votamos "en bloque"sobre muchas cuestiones de las cuales no tenemos información suficiente. Y lo que es peor, no votamos sobre decisiones concretas: votamos a un determinado grupo de personas que pueden tener buenas ideas sobre algunos temas y cometer errores garrafales en otros, y nos desentendemos hasta las próximas elecciones.

¿Que alternativas tenemos al actual sistema? Podemos plantear dos escenarios. En el primero de ellos solo votarían sobre un determinado tema aquellos realmente cualificados para tomar tal decisión y siempre que se comprometan a vigilar su ejecución. Difícilmente podría un médico opinar de forma cualificada sobre política agraria, ni un agricultor sobre política sanitaria, aunque puntualmente podrían tener opiniones interesantes sobre temas muy concretos. Este escenario plantea unas necesidades estructurales tremendamente complejas y muy exigentes: determinación de la cualificación, consultas frecuentes...

El segundo escenario es más asumible: políticos y responsables adecuadamente cualificados, técnica y moralmente, sujetos a controles y sin privilegios desproporcionados. Éste será el tema de la siguiente entrada.

jueves, 12 de julio de 2012

El legado de Alba

La existencia de Internet y la facilidad de acceso a una gran cantidad de datos es ciertamente una de las mayores revoluciones de las últimas décadas, y solo con eso ya da para llenar toda una vida, sobre todo las de los que nacimos, estudiamos y trabajamos sin ordenadores y que por tanto valoramos en su justa y real medida todas sus posibilidades.

En este contexto, las llamadas redes sociales se me antojaban un capricho, una especie de divertimento marginal para personas con demasiado tiempo libre y que no tenían nada mejor que hacer que estar constantemente pegadas a sus dispositivos móviles, compartiendo banalidades con otras como ellas.

Sin embargo, una niña de apenas doce años me hizo cambiar radicalmente mi opinión sobre la función y la utilidad de las redes sociales. Me aconsejaron seguirla.

- Y eso de seguir, ¿qué es?
- Tienes que abrir una cuenta en Twitter, crear un perfil, empezar a publicar tus ideas, seguir a quienes te gusten...
- No estoy seguro de tener nada que decir, y menos a un extraño; puedo entender un blog como un medio de publicar ideas y un foro como un medio de intercambiar opiniones con personas con intereses comunes, pero esto del Twitter... no lo veo claro.
- Tú prueba, y empieza a seguir a @albahapy. Es una niña con leucemia que cuenta su día a día.
- ¿Un melodrama?
- No, aunque suene a eso: en realidad es un canto a la vida. Prueba, no tienes nada que perder.

Y probé. Y muchas cosas cambiaron a partir de ese momento, hasta el punto de poder decir que hay un antes y un después de Alba en mi vida y en la de otras muchas personas. De entrada, la presencia en una red social de una niña me parecía algo inquietante, dadas las noticias que saltan con cierta frecuencia a los titulares sobre acoso o utilización de menores en la red. Sin embargo, éste no parecía ser el caso: para empezar, su madre no le permitía twittear más que en determinados momentos y siempre que no interfiriese con sus obligaciones; además, un grupo de personas de su círculo mas cercano en Twitter, conocido como "la famiglia", cada uno con su parentesco virtual, vigilaba atentamente los intercambios de mensajes con Alba: de hecho, para poder seguirla había que contar con su aprobación. Parecía un buen comienzo, la verdad.

Alba era  una niña con una bondad y una madurez que muchos ya quisiéramos llegar a alcanzar, pero una niña a fin de cuentas. Contaba sus peripecias del día a día, en su casa o en la de la vecina, en la granja a la que iba cuando sus fuerzas "... y el dinerito..." lo permitían y donde disfrutaba de "su" cerdito,  o en los largos ingresos en el hospital. Siempre positiva, nos contaba sin aspavientos sus penas, sus alegrías, los tratamientos, las pruebas molestas cuando no dolorosas y se preocupaba ante todo por los que la rodeaban. Era entrañable el cariño por su madre, cómo moderaba su alegría cuando la daban de alta para no entristecer a su compañera de habitación y hasta su inquietud cuando no podía conectarse a la red porque sus seguidores podrían preocuparse por ella. Se alegraba por cada una de las pequeñas cosas bonitas de cada día, que tantos de nosotros estamos muy ocupados para apreciar, disfrutaba intensamente de las oportunidades por pequeñas y breves que fueran... vivía, en vez de limitarse a pasar por la vida. Seguir a Alba supuso la posibilidad de conocer también a las personas que hablaban con ella y a las que ella seguía, de todo tipo y condición,  y que aportaban sus ideas y enriquecían la comunicación de manera para mi inesperada.

Todos esperábamos que Alba se recuperase, con ese espíritu y esas ganas de vivir que marcaban todos sus mensajes. La noticia de su muerte el pasado 20 de junio y durante un ingreso en principio programado para realizar unas pruebas, fue un golpe demoledor e inesperado, y los mensajes de todos su seguidores fueron realmente desgarradores ¿Cómo es posible llorar por alguien a quien no conoces y a quien nunca has visto? Las redes sociales pueden ser, sin duda, una nueva forma de auténtica relación y comunicación entre las personas, muy por encima del uso superficial tan extendido. El mismo día de la noticia llovieron los mensajes de cariño y apoyo a Ana, la madre de Alba, que nunca se inmiscuyó en sus contactos y que solo después de su muerte conoció de verdad esta faceta de su hija y el gran cariño que dio e inspiró. Una mujer excepcional, sin duda, aunque solo fuera por haber sido capaz de criar y educar a una personita tan especial como Alba.

La noticia de la muerte de Alba me sorprendió en unas cortas vacaciones. Lloré, lo confieso, y no soy especialmente propenso a hacerlo. Lloré, pero no por ella: lloré por su madre y por mi mismo, pero no por Alba. Y no "porque ella no lo hubiera querido", sino porque una niña de doce años me enseñó a valorar y a disfrutar cada momento, grande o pequeño, y había llegado el momento de aplicar sus enseñanzas. Este el auténtico legado de Alba, sencillo, profundo e imperecedero.

Hasta siempre, bella hada, y muchas gracias.
Sit tibi terra levis.

domingo, 8 de julio de 2012

Reflexiones sobre un viaje a Oporto

 Cuando vuelvo de un viaje recuerdo siempre a un compañero de otro hospital que volvía de los suyos siendo un auténtico experto. Le bastaba pasar tres días en Israel para convertirse en un experto en los problemas de Oriente Medio, o un fin de semana en Nueva York para analizar pormenorizadamente la situación socio política de Estados Unidos. Me resultaba sorprendente lo poco que me cundían a mi los viajes, e intentaba enterarme de todo lo que podía, con escaso éxito.

Poco a poco, sin embargo, me fui dando cuenta de que lo que tanto a mi como a mi santa nos gustaba era conocer más que ver y entender más que recorrer, así que intentamos preparar los viajes leyendo todo lo que podemos acerca de la historia, la cultura y la situación actual de nuestro destino, incluido el idioma, con la imprescindible guía de conversación que siempre nos acaban rogando que no utilicemos.

Será muy pretencioso creer que unos pocos días vividos como turistas, alojados en un hotel y recorriendo los sitios más pintorescos bastan para conocer un determinado lugar o las gentes que lo habitan; sin embargo, se pueden captar infinidad de detalles si se dedica tiempo a pasear fuera de los circuitos habituales, a sentarse en un banco y observar  y escuchar a las personas, y si el idioma lo permite, hablar con ellos de las cosas del día a día.

Este viaje y el previo a Lisboa de hace un par de años me han descubierto un país muy agradable, modesto y hasta pobre en algunos aspectos pero de una gran belleza, muy consciente de sí mismo, dispuesto a progresar y asumiendo que tendrá que hacerlo poco a poco y con esfuerzo. He notado algunas diferencias entre Lisboa y Oporto, como no podía ser de otra manera, pero las líneas generales son muy similares.

Las infraestructuras modernas no tiene nada que envidiar a las de ningún otro país. Las más antiguas acusan, sobre todo, el paso del tiempo. Están realizando un gran esfuerzo para recuperar edificios, calles y establecimientos emblemáticos: vale la pena recorrer las calles de los barrios modestos y ver las obras de restauración de una casa típica, con su fachada de azulejos, e imaginarse que ver el barrio entero así será solo cuestión de tiempo.

El portuense tiene un gran sentido de la dignidad. Nos llamó mucho la atención que alrededor de las terrazas de los bares actuasen artistas callejeros, apreciados por los camareros, quienes sin embargo se apresuraban a espantar a los mendigos (pocos, la verdad). La clave nos la dieron los propios músicos, quienes increparon al mendigo pidiéndole que se ganase la vida, que se pusiese a cantar con ellos incluso, que hiciera algo mínimamente digno para ganarse unas monedas.

El portuense es muy servicial sin ser nunca servil, tanto en la calle como en cualquier establecimiento. Se desvive por entenderte y porque le entiendas, y te lo explicará las veces que haga falta. Además, la mayoría habla inglés: de hecho, oímos un comentario a un extranjero angloparlante: son como los españoles pero hablan inglés.

En uno de sus parques vimos a las aves (patos, gansos, pavos reales y hasta las omnipresentes gaviotas) convivir pacíficamente con los niños que jugaban a su lado en la hierba, sin asustarse. Los pavos reales circulaban entre las mesas de una terracita pidiendo comida a los que tomaban un refresco, una imagen muy diferente de la de nuestros gorriones y palomas. Las gaviotas anidan en los recovecos de los tejados, muchos de ellos fácilmente visibles desde los puentes y paseos, y nadie molesta a sus polluelos. Esta relación con los animales dice muchísimo sobre la educación de un pueblo.

La disponibilidad y la limpieza de los aseos públicos es otro indicador de cultura. Da lo mismo que se trate de los servicios de un parque (la mayoría con una persona al cargo), de una estación, de un bar o de un restaurante de lujo: hay muchos y están impecables. Se agradece mucho, y sobre todo se recuerda con agrado, encontrar este servicio cuando uno está de viaje, y más en este estado de pulcritud.

Las calles ofrecen sensación de seguridad, a pesar de la muy escasa presencia policial. En el hotel nos aconsejaron, como ya nos pasó en Lisboa, volver por la noche en taxi; en realidad no teníamos otro remedio porque el servicio de autobús terminaba muy temprano y el metro pillaba lejos. Sin embargo, no apreciamos nada extraño en las calles por la noche.

Los monumentos están muy cuidados y la atención al visitante es muy buena. Se aprecia que no es solo por el interés turístico sino porque se sienten realmente orgullosos de su patrimonio. La visita guiada al edificio de la antigua Bolsa y actual Cámara de Comercio, muy recomendable por la belleza y originalidad de todas las estancias (sobre todo el Salón Árabe), es un buen ejemplo de ello.



Seguro que estoy olvidando un montón de detalles, pero creo haber conseguido componer una imagen de nuestro país vecino muy diferente a los tópicos que escuchamos por aquí. Es innegable que le viajar enriquece y amplía las miras, pero solo si se presta atención a ciertos detalles; de lo contrario, un viaje se convierte en una simple recolección de fotos y en un par de anécdotas.